¿Por qué las mujeres estamos reclamando que se inscriba este concepto en la Constitución? La respuesta es simple: si somos más de la mitad de la población, nos corresponde, exactamente, la mitad del poder. ¿Para qué? Para decidir, en un diálogo respetuoso y tolerante, las normas que rigen la vida de todas y todos.
Mientras no esté en la Constitución, tendremos que seguir con la complicada tarea de persuadir, establecer alianzas y avanzar de poco en poco que, como ha dicho Amelia Valcárcel, es el camino más seguro para llegar al Reino del Nunca Jamás.
La historia demuestra que los que decidieron cómo había que vivir, fueron los varones. Las mujeres teníamos que acatar sus mandatos y los resultados han sido poco menos que catastróficos. Con más mujeres en puestos de toma de decisiones, queremos equilibrar la balanza y que nuestros intereses y expectativas no sean consideradas “trivialidades”. Cuidar de la vida de las personas con alguna vulnerabilidad, ya sea por la edad, la salud, la etnia o cualquier otra diferencia con respecto a quienes se consideran como “la norma” de lo humano (hombres de 25 a 50 años, más o menos y, digamos, no indígenas) puede calificarse de cualquier manera, pero evidentemente no es trivial.
Ya avanzamos mucho, pero aún falta, en el Poder Legislativo, con trabajo voluntario por mucho tiempo y de muchas mujeres. Es necesario que los Poderes Ejecutivo y Judicial también se vean beneficiados por la presencia de más mujeres. Y ni hablemos de los poderes en los estados. Los municipios, lamentablemente, son los más rezagados. Y digo lamentablemente porque el nivel municipal es en el que ocurre la dura realidad.
El talento de las mujeres se sigue desperdiciando y muchos hombres ocupan esos lugares para decir lo mismo que dijeron tantos, que es una pena que no se promuevan los cambios que requerimos a un nivel muy distinto de las “superreformas”, la energética o la fiscal. Necesitamos cambios profundos en la cultura, en esa parte de la sensibilidad que nos hace considerar a la otra, al otro, como nuestra/o igual. Es decir, dejar atrás esa manía de la superioridad por ser hombre, por no ser indígena, por no ser gorda, por ser “como dicen las buenas conciencias” que hay que ser.
En resumidas cuentas, hay que valorar a nuestras y nuestros semejantes como eso, semejantes, y dejar de verlos como el “escalón” en el qué pararnos para sentirnos “superiores”. Las mujeres y los hombres valemos lo mismo por ser humanos y nuestras capacidades y su desarrollo dependen tanto de cada una y uno, como de las oportunidades que brinde un Estado para ello. Por eso, el Estado mexicano está obligado a abrir las puertas del ejercicio del poder a las mujeres.
No somos ni mejores ni peores. Necesitamos el trato igual y las mismas oportunidades, porque somos, aunque suene muy reiterativo, iguales. El beneficio es para la sociedad, empezando por las y los más pequeñas/os. Nos urge una nueva ruta que deje de privilegiar la violencia y anteponga el buen trato, que da confianza y fortalece el tejido social.
Con la paridad en la Constitución se allana el camino para que en las entidades federativas la fuerza de las mujeres se empareje con la de los hombres; en los organismos autónomos; lo mismo y en los poderes ejecutivos podamos ver ya no a los hombres disponiendo y gobernando a su antojo. Recuerden, ya lo dijo hace años Quevedo, que “ese aplauso que reciben, en cenizas lo convierte la muerte”.
*Licenciada en Pedagogía y especialista en estudios de género
clarasch18@hotmail.com