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La otra cara de la barbarie

Superiberia

 

Podemos decir que, en general, la violencia en la que nos hizo poner atención el gobierno de Felipe Calderón fue en aquella derivada del crimen organizado. En contraste, la que acaparó la atención el día de la toma de posesión fue la violencia de las protestas juveniles que se cubrieron bajo el manto del anarquismo. Y no es que durante el sexenio calderonista no hubiese habido expresiones sociales de descontento.

Recordemos, simplemente, las que se escenificaron hace un año en la Chilpancingo cuando fue bloqueada la carretera que conecta al DF con Acapulco.

En la refriega perdieron la vida dos estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, y pocos días después un empleado de una gasolinera a la que los manifestantes le prendieron fuego.

Cabe recordar, asimismo, los incidentes que se registraron en el mes de octubre pasado en Michoacán. Los que alumnos de las normales de Cherán, Arteaga y Tiripetío, mantuvieron en jaque a ese estado al secuestrar y quemar camiones de transporte. Igual que ahora, fueron detenidos un buen número de jóvenes y luego puestos en libertad por falta de pruebas.

No obstante, el caso es que hoy la opinión pública ha puesto interés no tanto en el narcotráfico, sino en estos actos de agitación porque, como lo dijo el jefe de gobierno saliente, Marcelo Ebrard, la ciudad de México nunca se había enfrentado a provocaciones de tal magnitud que “no tienen nada que ver con una protesta políticamente aceptable”.

Los vándalos, efectivamente, destruyeron propiedades públicas y privadas con una saña inaudita.

A mi parecer, para que ocurriesen estos hechos, concurrieron al menos dos factores: de una parte, la secuela de eventos como los antes descritos y que han tomado, cada vez más, un cariz violento; de otra parte, la muy anunciada oposición a que Enrique Peña Nieto tomase protesta como Presidente de la República: “si hay imposición, habrá revolución”.

Ciertamente, el 1 de diciembre hubo manifestaciones de descontento que se condujeron por la vía pacífica, pero lo ocurrido en San Lázaro y la zona de la Alameda, deliberadamente, iba hacia el desbordamiento.

¿Quiénes son estos jóvenes? EL UNIVERSAL (4/XII/12) los describió en una nota titulada “Una radiografía de los anarquistas en México”. Allí se señaló que son jóvenes que viven en las zonas marginales de la ciudad. “De baja condición social, con nula oportunidad de tener un trabajo y con escaso acceso a estudios superiores, aunque los suficientes para hacerse de las herramientas teóricas de la ideología anarquista bajo la que amparan sus actos.”

El anarquismo es una vertiente de la familia de corrientes de izquierda. Rivalizó, desde un inicio, con la socialdemocracia y con el comunismo sobre todo en cuanto al concepto del poder. Lo que el anarquismo pretende no es tomarlo, sino destruirlo: “¡Fuego insurreccional y antiautoritario contra toda autoridad!”.

Es una doctrina que no cree en la democracia como mecanismo para dirimir pacíficamente las controversias.

Entre los autores y líderes anarquistas más renombrados se encuentran Piotr Kropotkin y Mijail Bakunin. En México, desde luego, destaca Ricardo Flores Magón quien enarboló el anarco-sindicalismo. Supongo que, al saber de esta barbarie, estos próceres se hubieran ruborizado. Una cosa es el anarquismo y otra, muy distinta, la brutalidad.

Tengo para mí que en la reyerta en cuestión no sólo hubo anarquistas; allí hubo de todo. Enfrente de la Alameda apareció, por ejemplo, una pinta evocando a Marx.

Sea como fuere, no tengo duda de que el zafarrancho de ninguna manera fue espontáneo. El Procurador capitalino, Jesús Rodríguez Almeida, afirmó que el evento fue “una acción premeditada”.

¿Quién está detrás? En esto, quiérase o no, hay uno o varios orquestadores. Debemos saber quién o quiénes fueron. Se trata del rostro de la barbarie y la ilegalidad.

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