por: CATÓN / columnista
“Vendo huevos”, le ofreció un granjero a Babalucas. Respondió, burlón, el badulaque: “¡Bonito me voy a ver con los huevos vendados!”… A la prima Celia Rima, poetisa de ocasión, se le ocurrió escribir un apólogo en versos heptasílabos y endecasílabos, con su correspondiente moraleja. Lo transcribo en este espacio más por su interés social que por su valor literario. He aquí ese breve poema didascálico: “Tenía un campesino / un burro (un jumento, asno o pollino), / y por ahorrar dinero, / pues el hombre era avaro y cicatero, / decidió ya no darle maíz, cebada, / trigo, avena, forraje; en suma, nada. / El borrico, paciente, / buscaba en vano dónde hincar el diente, / y el campesino, orondo, / decía: ‘Este negocio va redondo’. / Un día, sin embargo, / harto de aquel ayuno ya tan largo, / el asno fue al granero, / y juntando su esfuerzo postrimero / con una gran patada / la puerta derribó toda quebrada. / Comió de la cebada, / del maíz, del forraje y de la avena / hasta que tuvo la barriga llena, / y al campesino tuno / le dijo: ‘Me impusiste aquel ayuno / porque mi sacrificio / fuera de tu fortuna nuevo inicio, / mas llevaste a tal grado aquel ahorro / que, si a mí mismo no me doy socorro, / en este mismo día / de cuero de tambor ya serviría. / La moraleja. Aprendan este cuento / quienes, faltos de todo sentimiento, / no escuchan, por torpeza o por malicia, / el gran clamor de un pueblo sin justicia”. La fabulilla de la prima Celia no necesita ningún comentario adicional, ni siquiera mío, que soy experto en hacer comentarios adicionales… Un vendedor de cepillos llegó a una casa de cierta colonia populosa y llamó a la puerta. La abrió una señora de muy buen ver y de mejor palpar cubierta sólo por un vaporoso negligé. “Pase usted” –lo invitó con sonrisa sugestiva. El vendedor entró, y le dijo la mujer: “Estoy sola en la casa. No tengo novio ni marido, y no espero a nadie”. El tipo abrió el maletín donde traía su mercancía. “¿Gusta usted una copita?” –le ofreció la señora. “Permítame mostrarle -empezó el hombre sin atender la invitación- el amplio surtido de prácticos y útiles cepillos que pongo a su amable consideración. Los traigo de fibra plástica, de pelo natural…”. “¿Por qué no vamos a mi recámara? -sugirió ella-. Después podré ver sus cepillos”. “No los hay mejores en el mercado -prosiguió el sujeto, que pareció no haber oído lo que le dijo la atractiva fémina-. Y nuestros precios no los puede igualar nadie”. La mujer bajó el escote de su negligé en manera tal que casi dejó al descubierto la plenitud de sus ebúrneos senos. Ni siquiera eso apartó al individuo de su tabarra comercial: “Tengo cepillos para el pelo, para la ropa, para la cocina…”. La dama se tendió en el diván de la sala con actitud voluptuosa de Cleopatra, y flexionó las piernas como presentándole al sujeto el camino de la felicidad. Tampoco tal visión hizo que el hombre cesara en su monserga. Prosiguió: “También tengo cepillos para los muebles, la alfombra, el automóvil…”. La señora ya no se pudo contener. “Mire usted -interrumpió, enojada, al individuo-. No me interesan sus cepillos”. “Le agradezco el tiempo que me dedicó -dijo el vendedor al tiempo que procedía a guardar sus artículos en el maletín-, y quedo a sus apreciables órdenes”. Así diciendo se encaminó hacia la salida. Ya en la puerta se volvió hacia la mujer: “También traigo una amplia selección en cepillos para niños. ¿Tiene usted hijos?”. “Sí –respondió la señora-. Tengo 10”. “¿10 hijos? –se asombró el sujeto-. Pensé que me había dicho usted que no tiene marido”. “Y no lo tengo -confirmó ella-. Pero no todos los vendedores son como usted”… FIN.