Madrid.- Puede estar tranquilo don Nicolás Moya Jiménez, allá dónde esté, por haber demostrado que su idea de abrir una librería especializada -la primera médica de España- no estaba abocada al fracaso. Eso es lo que los comerciantes madrileños se empeñaron en creer, el mismo año en el que Benito Pérez Galdós llegó a la capital para quedarse, sobre la apertura de su librería de la calle de Carretas en 1862. Sería injusto pensar, 156 años después, que los carteles de “liquidación por cese de actividad” dan ahora la razón a los agoreros que confundieron la valentía con la locura.
Pero el consuelo de saber que ha logrado ser la tienda de libros abierta más antigua de Madrid durante más de siglo y medio -amén de que el puesto callejero de San Ginés tiene sus orígenes en 1650- no logra aplacar el dolor de su despedida. Un adiós lento, que empezó no se sabe cuándo “por la crisis, por internet, porque se lee menos en papel” y que tampoco tiene, aún, fecha oficial de cierre. El lamento de la última generación de la saga familiar de los Moya que la regenta llega “agotadas todas las vías” por reflotar el vetusto negocio.
Hace meses que no traen novedades, no solo de publicaciones médicas, sino de libros de veterinaria, náutica o nutrición con los que intentaron diversificar su oferta, hace décadas, para atraer a otros clientes. En una mañana soleada -aunque muy fría- como la de ayer entran con cuentagotas en este templo del saber. “¿Tienen algo sobre diagnóstico por imagen?”, pregunta un joven veterinario que raudo echa el guante a un tratado. “No me lo puedo llevar ahora, pero lo dejo pagado y me lo guardan, por favor”, ruega empujado por los golosos descuentos que han fijado en esta liquidación. Con el mismo mimo que las generaciones anteriores, los libros que aquí se compran salen envueltos en un fino papel blanco estampado con la razón social. En ella, la coletilla que les enorgullece: “Fundada en 1862”.
Nicolás Moya tenía 24 años cuando se lanzó a materializar su idea «después de trabajar en otras librerías». Por aquella fecha, Madrid tenía por ilustre huésped en la fonda de La Vizcaína de la Puerta del Sol a Hans Christian Andersen. Santiago Ramón y Cajal acababa de cumplir 10 años y aún le faltaban otros 44 para lograr su Nobel de Medicina. Décadas después, el prestigio que entre los científicos alcanzó la librería llevó a doctores de la talla de Letamendi y del propio Ramón y Cajal a querer que Moya les editara sus publicaciones. Animado por el éxito, amplió sus miras empresariales añadiendo una imprenta a su negocio. En ella, además de publicar las novedades médicas que demandaban los estudiantes del cercano Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Carlos (en Atocha), se encontraban las únicas traducciones científicas extranjeras.
La tertulia de Ramón y Cajal
Si poetas y escritores tenían su sede oficiosa en el célebre Café Gijón, no menos famosas fueron las tertulias que, encabezadas por Ramón y Cajal, acogía muchas tardes la librería Nicolás Moya. Colegas de toda la profesión hacían parada allí, en su camino a la Real Academia de Medicina o el Colegio de Médicos, para surtir sus bibliotecas y debatir ideas. Así lo contó ABC en 1962, con motivo del centenario, en un artículo en el que el doctor Álvarez Sierra sentía nostalgia de su época de estudiante fisgoneando por el escaparate para ver a los genios que allí se daban cita.
La muerte de sus parroquianos, incluida la de Nicolás Moya, acabó en 1912 con las charlas. Sus ecos, sempiternos, resuenan en sus estanterías de madera, en la bofetada a papel viejo que devuelve su puerta cada vez que la abre un cliente. El último que la cierre dejará sin aliento, si un milagro no lo evita, a este rincón histórico. Pero en medicina, ya lo dicen los libros que liquida, los milagros no existen. Ojalá se equivoquen.
Artículo tomado de ABC Madrid