En la historia de las ideas políticas, siempre se ha dado la confrontación, una clara tendencia a la dualidad de posiciones. Desde nuestra independencia, José María Luis Mora la calificó como la lucha entre las ideas del progreso y las del retroceso.
La contienda más ideologizada de México —la de la Reforma—, fue entre liberales y conservadores; en el Porfiriato, los científicos defendían el orden y el progreso en contra de los liberales apoyando los derechos humanos. En la vorágine de la Revolución se perciben el nacionalismo revolucionario y la política del poder encarnada en Obregón y Calles. Vasconcelos hablaba de constructores y destructores; esto es, quienes querían consolidar el cambio con instituciones y quienes adoptaban una actitud subversiva.
Vivimos, pues, en la actitud de encasillar, de etiquetar.
En el periodo del desarrollo estabilizador, al PAN se le calificaba como conservador y al nacionalismo como revolucionario. En un histórico discurso, Gómez Morin —al defender infructuosamente su triunfo como diputado federal en el Colegio Electoral de 1946— señalaba que no se es conservador o revolucionario de una vez y para siempre. Cuántas veces un revolucionario en el poder se torna reaccionario o a la inversa. El fundador del PAN sostenía que no quería conservar nada que pudiera dañar a México y señalaba sus propuestas y aportes para la modernización del país.
La izquierda surgió en Francia y hay quienes señalan la fecha: 11 de octubre de 1789 cuando se discutió el veto que el rey debería tener. La llamada izquierda buscaba frenar su poder. En otras palabras, su origen fue liberal. Posteriormente se caracterizó por buscar el cambio. En épocas recientes se le identifica por privilegiar la igualdad en las políticas públicas.
Lo que en México se denomina izquierda tiene una fuerte dosis del nacionalismo más obsoleto: aquel que se aferra a eventos históricos del pasado, tornándose dogmático.
Reacción significa “acción que resiste o se opone a otra acción, obrando en sentido contrario a ella”. Justo ahí encaja nuestra autodenominada izquierda. Basta recordar su oposición persistente: a la adopción del horario de verano, a la construcción de un nuevo aeropuerto estimulando el movimiento de Atenco, a la negativa a la alianza propuesta por Vicente Fox para impulsar reformas, a la reforma al sector energía, provocando que ni siquiera se diera el debate como se requería y propiciando un trabajo precipitado en los congresos locales ante las amenazas de obstruir su tarea. En contraste, no percibo propuestas viables como alternativa. En otras palabras, la oposición como sistema.
Estamos ante una izquierda errática que lo mismo crea una universidad de pobres y resultados con un inmenso lastre para el gobierno de la Ciudad de México, que apoya una Reforma Fiscal dañina al pueblo de México con tal de llevarse una tajada del presupuesto.
Los partidos son entidades de interés público. Y aunque todos tenemos el derecho de criticarlos, nadie desea que una opción partidista se desvanezca. Por eso me atrevo a hacer mis críticas, esperando, remotamente, que los militantes sensatos y razonables de esos grupos políticos reflexionen con seriedad para reencontrar el rumbo.
Si este año fue el de las reformas, el próximo deberá ser el de la autoridad. No el del autoritarismo, sino el del fortalecimiento del Estado de derecho. No deben prevalecer quienes se comporten de manera incongruente: negociadores en algunos temas y francamente violadores de la ley en otros, apoyando ciertos movimientos por el solo hecho de estar contra el gobierno.
México necesita consolidar su democracia. Para ello requiere fortalecer su confianza en instituciones básicas y que hoy acusan un notable deterioro y desprestigio: los partidos políticos.