El 15 de julio pasado, en un editorial titulado “Obrador es un lastre”, el diario español El País se preguntó si el líder de una “izquierda personalísima”, con dos elecciones presidenciales perdidas y afectado de “victimismo conspiratorio”, es el adecuado para una izquierda moderna que tiene otras opciones en Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera. El sábado pasado, vándalos emboscados tras el rechazo del tabasqueño al nuevo Presidente se lanzaron a destruir la ciudad. Con tubos, palos, piedras y bombas molotov destruyeron hoteles, monumentos y comercios en el Centro Histórico. Pretendían “reventar” la toma de posesión de Peña Nieto, que en ese momento presentaba a la nación su propuesta para un México incluyente.
Tras su derrota en 2012 algunos pensaron que López Obrador reclamaría de nuevo la “presidencia legítima”, que asumió cuando nos vendió el fraude electoral de Felipe Calderón en 2006. Su prueba de ese “primer fraude” fue la misma de hoy: la siniestra mano negra de los poderes fácticos. Hubo movilizaciones de incondicionales enardecidos que prometían incendiar la ciudad de México. Y al final, los rencorosos calificativos de “espurio” y “pelele”, con los que persiguió a Felipe Calderón todo el sexenio.
El día de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, mientras los vándalos continuaban destruyendo la ciudad, López Obrador exigió desde la columna del Ángel de la Independencia, con su retórica violenta y autoritaria, la renuncia “inmediata” de Miguel Ángel Osorio Chong, nuevo secretario de Gobernación. Ricardo Monreal había gritado desde la tribuna de San Lázaro que las fuerzas del orden acababan de asesinar a un estudiante, al que pronto bautizó como “la primera víctima de Peña Nieto”. ¡Querían un mártir que les durara todo el sexenio!
Hoy el caudillo se refugia en Morena, en vías de convertirse finalmente en su propio partido político, consolidando cada vez más la república imaginaria donde se mueve rodeado de incondicionales, donde es juez y parte de sus propias causas y con sus propias reglas; una república de tintes religiosos, que promete vivir sin “lacras de la política”.
Ahí esperará el 2018. Y ahí se dará a la tarea de forjar al “hombre nuevo lopezobradorista”, como aquél prometido por el nacional socialismo alemán. Solo que el suyo estará vacunado contra el “individualismo, oportunismo, nepotismo, amiguismo, influyentismo, sectarismo y clientelismo”.
José Agustín Ortiz Pinchetti, designado secretario de Trabajo en el “gobierno legítimo” en 2006, reveló recientemente el propósito de Morena (http://bit.ly/V7NgHC). Apoyándose en una cita de Lorenzo Meyer dijo que se trató de un movimiento cuyo objetivo de largo plazo era tan ambicioso como difícil (y yo añadiría amenazante para la democracia): “modificar de raíz la cultura política de las mayorías”. Una ambición que han albergado otros líderes autoritarios.
En la izquierda personalísima de López Obrador no hay lugar para titubeos. Exige una entrega total. Algunos se rehúsan a seguirlo, sin la certeza de que Morena será algo más que una entelequia en la mente del tabasqueño.
En una entrevista reciente con Jorge Ramos de Univisión declaró que esta vez no reclamará la “presidencia legítima”. Con desacostumbrada humildad se describió como un dirigente social: “eso es lo que soy… sencillamente”. Yo le recomendaría que se anime, que es mucho más que eso: es un agente provocador y un temible desestabilizador social.
Graco Ramírez, moderno gobernador perredista de Morelos, puso el dedo en la llaga, advirtió que López Obrador pasará a la historia como “el gran divisor” de la izquierda. El caudillo ha prometido que de ganar algún día la presidencia residiría en Palacio Nacional, como Juárez. Le seduce la figura del Benemérito, aunque es demasiado arrogante para asimilar las bondades democráticas del respeto al derecho ajeno…
http://jorgecamil.com
Analista político