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La (in)trascendencia del Pacto

Superiberia

 

Al inicio de esta semana los líderes del PAN y PRD anunciaron que se retirarían de la mesa de negociaciones del Pacto por México. El martes 23 de abril, el Presidente suspendió temporalmente las actividades del Pacto y canceló la presentación de la iniciativa para la reforma financiera. Al día siguiente, tras una reunión de los líderes partidistas con el secretario de Gobernación, el Pacto fue relanzado. En menos de 72 horas el Pacto pareció entrar en crisis y resucitar. Entretanto, el proceso legislativo no se descarriló: la minuta revisada de la reforma de telecomunicaciones fue aprobada en San Lázaro este jueves. Las reacciones no se hicieron esperar. Algunos celebraron que el diálogo oportuno permitiera la supervivencia del Pacto. Para otros, este episodio quizás indica el comienzo del fin para el Pacto.

¿Cómo podemos interpretar esta secuencia de eventos? ¿En verdad es tan importante el Pacto? Desde 1997 se ha dicho que el gobierno dividido era la causa principal de la parálisis legislativa y el freno de muchas reformas estructurales. En lo que va de este nuevo sexenio, la parálisis parece haber desaparecido. Pero si habiendo gobierno dividido ya no hay parálisis, entonces tal conformación de gobierno no era su causa.

¿Qué ocurrió, entonces? Hay quien sugiere que la diferencia es la capacidad de negociación del nuevo gobierno, enmarcada en el Pacto por México. Esta interpretación tiene varios problemas. Para empezar: ¿hubo parálisis? En términos cuantitativos, no: entre 1997 y 2012 hubo más decretos de reforma constitucional que entre 1982 y 1997. En términos cualitativos, quizá sí: Zedillo no pudo impulsar una reforma energética (ante el bloqueo del PAN y PRD), Fox no pudo con la fiscal en 2003, y Calderón no pudo llevar a buen puerto su decálogo de reformas en 2009, por citar algunos ejemplos.

Otro problema es que esta parálisis puede atribuirse al gobierno dividido, a la capacidad de negociación de los presidentes en turno, pero también al bloqueo por parte del PRI, único partido que ha mantenido más de un tercio de escaños en el Congreso (salvo entre 2006-09), suficientes para bloquear reformas constitucionales.

El gobierno dividido que enfrenta Peña Nieto es distinto a los de Fox y Calderón: hoy el Presidente cuenta con el apoyo de lo que se conoce como una bancada mediana: un grupo legislativo ubicado en el centro del espectro izquierda-derecha del Congreso. Por lo general será más fácil para el PRI lograr una coalición, o bien con el PAN, o bien con el PRD, que para éstos crear una coalición opositora. Por ello no debe sorprendernos que el Presidente pueda impulsar su agenda legislativa con mayor éxito que sus antecesores.

El Pacto por México es una respuesta original y ambiciosa ante el reto que implica la construcción de acuerdos legislativos bajo un gobierno de minoría. Es original porque incluye a las tres principales fuerzas políticas cuando sólo harían falta dos. Y es ambiciosa por el amplio espectro de sus objetivos tanto económicos como políticos.

Pero no se debe olvidar que, en perspectiva comparada, los gobiernos divididos no están condenados a la parálisis ni requieren de un pacto para sobrevivir: la reforma laboral se aprobó antes de la firma del Pacto, por ejemplo. Si el Pacto por México se deshiciera mañana, el Presidente aún podría enviar sus iniciativas al Congreso y negociarlas caso por caso. Cuenta, además, con facultades para presentar iniciativas preferentes (mismas que no ha usado hasta ahora). Así, la agenda legislativa del nuevo gobierno puede fluir con una mesa para tres y la foto, o sin ella.

Es cierto, urgen muchas reformas, pero no cualquier reforma ni a cualquier costo. Para que haya mejores reformas se requieren mecanismos que permitan crear acuerdos políticos creíbles y duraderos: el Pacto es sólo uno de ellos y ojalá logre sus objetivos. Por otro lado, para que haya un mejor gobierno, urge que exista una oposición vigorosa vigilando su desempeño: ¿si todo mundo está en el Pacto, quién lo hará?

 

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