Esta semana, ambas cámaras del Congreso aprobaron el paquete de 21 leyes secundarias en materia de Reforma Energética, mismas que dan cuerpo a la reforma constitucional de diciembre pasado en la materia. Esta reforma fue aprobada por una coalición legislativa entre el PRI y el PAN, y fue rechazada por los partidos de izquierda.
De manera general, puede decirse que la reforma aprobada dista de la propuesta inicial presentada por el presidente Peña Nieto el año pasado, toda vez que incorpora varias de las propuestas del PAN. Los legisladores de los partidos de izquierda (PRD, PT y MC) presentaron diversas objeciones y votos particulares sobre varios aspectos de la reforma pero, en el fondo, ofrecieron una oposición más retórica que sustantiva: hace falta algo más que arengas nacionalistas y estampitas del Tata Lázaro para oponerse a una reforma sofisticada y compleja.
En los próximos días el Presidente promulgará esta reforma y es muy probable que afirme que se trata de una reforma urgente y necesaria para el país. Y, en gran medida, tendrá razón. Esta reforma pudo haber sido aprobada durante los 12 años de gobiernos panistas, pero el PRI decidió bloquearla (sospecho que el Presidente no dirá esto último).
La Reforma Energética es la pieza clave de la estrategia económica de este sexenio: el impacto económico de permitir la inversión privada en el sector eléctrico y de hidrocarburos puede ser sustancial. Sin embargo, identificar los costos y beneficios más inmediatos de esta reforma no es tarea sencilla: el diablo de una reforma de este tipo está en los detalles de su implementación.
Un primer paso es comprender que mantener el statu quo —como parecían pregonar algunos opositores— era cada vez más costoso e insostenible. De un tiempo a esta parte, cada año Pemex ha estado produciendo menos petróleo, importando más gasolinas y pagando más impuestos y pensiones generosas.
El petróleo no representa más de 15% de las exportaciones del país, pero un tercio del gasto público proviene de la renta petrolera. Desde hace varias décadas, la economía mexicana se ha diversificado y modernizado: no somos una economía petrolera (como sí lo fuimos en los años setenta, por ejemplo). Los ingresos del sector público, sin embargo, sí dependen en gran medida de la renta petrolera.
De hecho, es posible que la renta petrolera haya ayudado a postergar necesarias reformas fiscales: gracias al petróleo, el Estado mexicano no se ha esforzado mucho en cobrar impuestos de manera eficiente (ni los ciudadanos en exigir cuentas del gasto público). La dependencia de la renta petrolera hace que, en los hechos, la política fiscal pueda ser tan volátil como el precio internacional del petróleo.
Insistir en que la mejor forma de explotar un recurso natural no renovable es mediante un monopolio público es tan absurdo como pretender que sólo el Estado puede explotar una mina o producir electricidad. En teoría, es posible pensar en una empresa pública que sea tan eficiente como una empresa privada. En la práctica, sin embargo, es muy difícil tener una empresa eficiente y competitiva si ésta no enfrenta competencia alguna: un monopolio público es tan indeseable como uno privado. Es más sencillo permitir que empresas privadas compitan, exploten dichos recursos y que paguen los impuestos y regalías correspondientes: así funciona el resto de una economía capitalista.
En la medida en que esta reforma logre inducir una oleada de inversión pública y privada en el sector, habrá buenas noticias en términos de empleo y crecimiento económico. Pero tampoco hay que echar las campanas al vuelo: en el mejor de los casos, la Reforma Energética tendrá un impacto menor al del Tratado de Libre Comercio. Y, en el peor de los casos, privatizar una parte de la nueva renta petrolera puede acabar beneficiando a muy pocos. El impacto de la reforma en los ingresos públicos dependerá de los detalles finos de los contratos que habrán de firmarse: si antes había que vigilar a Pemex, hoy habrá que vigilar a más empresas.
Twitter: @javieraparicio