En un artículo del español Juan Delval, presentado en la revista Sinéctica No. 40 del Iteso de Guadalajara, primer semestre de 2013, encontré algunas acotaciones referentes a la escuela que se necesita para el siglo XXI. En esta visión impera el reconocimiento extendido de los importantes cambios sociales que se suceden cada vez con mayor velocidad, con base en sociedades que tienen mayor movilidad, son más diversas, más pluralistas, abiertas y flexibles y, por tanto, con menos capacidad de asombro, más incrédulas, incluso escépticas.
Las familias que conforman la sociedad también han cambiado, educando a los hijos con mayor libertad, casi sin creencias religiosas y con poco patrimonio educativo. Las recientes tecnologías de la información y la comunicación, ponen todo tipo de datos al alcance de cualquiera y comunica a las personas sin importar la distancia ni las fronteras políticas y lingüísticas.
La crisis global surgida con el nuevo milenio plantea el reto de cuestionar las formas convencionales de pensar y hacer, que han operado tradicionalmente en el mundo, lo que en sí ya representa la posibilidad de grandes cambios. Sin embargo, por diversas razones, las escuelas se han quedado atrás en estos procesos de transformación.
La escuela debería ser el lugar por excelencia para aprovechar la cultura familiar y educar a los alumnos en una formación que contenga los elementos suficientes para que participen plenamente en la vida ciudadana y democrática, a pesar de la contradicción existente entre el tipo de educación que se pretende alcanzar, y la activamente aplicada en todas las formas de manifestación social e institucional. El modelo de sociedad al que se aspira resulta confuso y utópico.
En un doble esfuerzo, lo que la escuela puede intentar es la construcción de ambientes democráticos donde prepare a los alumnos para actuar como ciudadanos responsables, participativos, pensantes, con iniciativas fundadas en el bien común, con un criterio que les facilite actitudes autónomas, no subordinadas, capaces de emitir juicios fundamentados y honestos antes de tomar decisiones.
Alumnos que igual se interesen por las ciencias y el arte, la lectura y educación física, matemáticas e historia, sin olvidar los valores que procuran el bienestar colectivo y ofrecen mejores modelos de convivencia y trabajo en conjunto. La educación influenciada por el neoliberalismo responde a la productividad y la competitividad, a la eficiencia y la eficacia. Pero por encima de esto se requieren valores y alumnos pensantes, creativos, independientes, que aprendan a aprender para resolver situaciones y problemas inéditos.
Hoy los maestros están conscientes de ello. Hacen un gran esfuerzo por incorporar los elementos pedagógicos y didácticos que les permite acercarse a un modelo próximo a estas aspiraciones, intentando que la escuela cumpla su función formadora desde una visión del desarrollo humano, aceptando el reto de actualizar los paradigmas educativos y preparándose académicamente en áreas nuevas o donde existen deficiencias.
Pregunta Juan Delval: ¿Cómo formamos personas distintas a lo que ya somos en la actualidad? La respuesta no corresponde únicamente a la escuela y los profesores, aunque son parte importante. También corresponde a los padres, la sociedad, el gobierno y las instituciones. La escuela sola no hace milagros. Necesita la participación de todos para que los profesores hagan de manera adecuada su trabajo.
James W. Popham, uno de los principales impulsores y promotores de la medición referida a normas y criterios, dice enfático que los educadores viven una presión casi implacable para demostrar su eficacia, y que el principal –e injusto– indicador con el cual se quiere evaluar su desempeño y el de la escuela, es generalmente el desempeño de los estudiantes en pruebas estandarizadas.
Los alumnos son una parte del proceso pedagógico, los maestros otro y los métodos y técnicas los complementan. Cada uno es un campo de exploración que presenta sus propias necesidades y contiene sus propias contradicciones, dentro de un proceso único. No podemos pensar en el producto final –las pruebas estandarizadas a los alumnos– sin analizar los procesos que contribuyen y las circunstancias que median.
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