Vale haber leído o rescatar para lectura la entrevista que Pascal Beltrán del Río, le hiciera al canciller José Antonio Meade y que fue publicada en estas páginas el lunes 6 de enero. Son tan inteligentes las preguntas que merecerían un Premio Nacional de Periodismo y son tan inteligentes las respuestas que merecerían, si existiera, un Premio Nacional de Política.
El presidente Enrique Peña Nieto y el canciller Meade están reposicionando a México en la escena internacional. Ello fue uno de los cinco ejes rectores de gobierno que se prometieron desde la campaña presidencial. El asunto me parece de la mayor trascendencia y felicito a nuestros funcionarios porque están solventando tan importante compromiso.
Lo dicho por José Antonio Meade me ocuparía varios de estos artículos, pero mi espacio me obliga a seleccionar sólo tres temas. El primero se refiere a que la política exterior tiene que ser un reflejo de la política interior. Nada más exacto y acertado.
En efecto, no puede haber dos políticas, así como no puede haber dos rostros ni dos discursos. Esto es un imperativo de congruencia mental y de moral nacional. Pero eso obliga a los mandatarios, como lo hizo Peña Nieto, a seleccionar cancilleres que tengan un conocimiento perfecto del funcionamiento del sistema político nacional y de las circunstancias de la vida nacional. Por eso el canciller de un país importante no puede ser solamente un conocedor de las relaciones internacionales.
En muchas ocasiones un discurso diplomático, aun siendo inteligente, perturba la vida política interior, así como un buen discurso interno puede acarrearnos un sobresalto internacional. Por eso, cada vez que el gobernante habla de soberanía, de seguridad nacional, de justicia, de derechos humanos, de comercio, de desarrollo, de pobreza, de equidad o de paz, debe estar muy consciente de cómo se escucharán sus palabras en inglés, en francés, en alemán, en chino y, si me apremian, hasta en latín.
Recuerdo, de hace pocos años, un discurso mexicano que fue emotivo y noble, dirigido a una generación de cadetes militares sin ninguna intención oculta. Pero, después de pronunciado, en menos de una hora, de ese discurso mexicano se estaba informando con inquietud y premura al inquilino de la más importante oficina de Washington.
El discurso era una improvisada arenga romántica en la que se invitaba a los futuros oficiales a abrazar la lealtad a la patria por encima de la lealtad a las personas. Aquí no pasó a mayores pero, en el extranjero, se interpretó como que el Ejército mexicano estaba desconociendo y amenazando al Presidente de la República. ¡Vaya sofocón! Supongo que se encendieron hasta las alarmas del Pentágono, imaginando el posible incendio de la casa del vecino. Ese día, el Presidente estadunidense debió requerir una docena de reportes directos de su embajador, del nuestro y de sus “servicios especiales”, para seguir atento la “situación mexicana”.
Todo ello mientras nuestro Presidente comía plácidamente en Los Pinos, en un día tan ordinario como cualquier otro. Ese mismo discurso fue seguido, durante un mes entero, por las casas de gobierno y por las casas de bolsa de todo el mundo civilizado.
Por eso, también, mi segunda reflexión. El canciller de un país importante tiene que ser un ciudadano importante. No un diplomático experto o respetado sino un hombre con voz importante en su país. Peña Nieto seleccionó bien a Meade, ya antes secretario de Energía y secretario de Hacienda. Conocedor y conocido. Porque, ¡cuidado!, un diplomático mientras más reconocido es en el exterior, menos conocido es en su país. Será porque se dedicó a los otros y no a nosotros, será porque se extrovirtió, será por mil razones pero es una regla casi infalible.
Por ser mexicanos importantes y no por ser diplomáticos importantes, fueron cancilleres Ezequiel Padilla, Jaime Torres Bodet, Antonio Carrillo Flores, Fernando Solana, Bernardo Sepúlveda, José Ángel Gurría y, si se quiere, hasta Manuel Camacho. Pero en otras latitudes sucede lo mismo. Veamos al más cercano. John Foster Dulles, James Baker, Colin Powell, Hillary Clinton y John Kerry quizá nunca supieron lo que era un pasaporte, pero sus paisanos los conocían y los reconocían. Ninguna potencia se atrevería a “ningunearlos” so pena de ofender a todo un pueblo. Valían por su persona no por su “charola”.
La tercera reflexión es que Peña Nieto y Meade ven a su país como un lugar “centro-del-universo”, a partir del cual todo lo demás y todos los demás son algo periférico y marginal. La política exterior mexicana no debiera sentir ninguna inclinación afectiva por los seres humanos que no son mexicanos y sus simpatías o desafectos para con los extranjeros dependan, esencialmente, del beneficio o perjuicio que hicieran para México. No es éste un criterio de humanista sino, ante todo, es un criterio de estadista. Pero a Peña y a Meade los respetamos y los valoramos no por humanistas sino por estadistas.
*Abogado y político.
Presidente de la Academia Nacional, A. C.