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La cucaracha

Superiberia

No deja de tener gracia el decir que la proliferación de la delincuencia violenta en un sitio obedece simplemente a que la efectiva acción de las fuerzas del Estado en la represión de sus actos hace que huyan en tropel hacia otros lugares, en donde se les persigue con menos intensidad. Como las cucarachas cuando se les persigue a escobazos o se les pone insecticida en sus senderos. Gracioso, sí; tramposo, también. Reconoce, en esencia, la ineficacia de los organismos que deben perseguir a los malos: lo que realmente hacen estos organismos es lo que hacían las abuelitas cochinas, quitar la basura de un rincón para esconderla en otro. Eso se llama limpieza solamente en el mundo de las abuelitas cochinas.

Dieciocho muertos —los contados— no es una cifra a pasar por alto; ni siquiera en un estado que nos tiene acostumbrados, desde hace años, a la violencia rampante, sangrienta y escandalosa, como la masacre de inmigrantes a bordo de un infame tráiler. Solamente nos falta que ahora se designe un enviado especial del Presidente de la República, como en el caso de Michoacán, para que acuda con poderes sobrenaturales y, especialmente, supralegales las incompetencias de las autoridades del estado. Y además, que luego resulte que el secretario de Gobierno debe ser arraigado por 40 días mientras se encuentran pruebas de su corrupta complicidad.

El Distrito Federal y el Estado de México han jugado persistentemente con la tesis de que en sus territorios no pasa nada y que si se presentan casos aislados de violenta delincuencia, son fenómenos de importación, totalmente ajenos a la realidad que esas entidades viven. Al Estado de México, el crimen llega importado de Michoacán; al Distrito Federal, arriba procedente… del Estado de México.

El crimen, como todos los fenómenos sociales, no aprende geografía en la primaria. Las fronteras entre municipios, delegaciones, estados o países son líneas imaginarias que los políticos dibujan en el papel, pero que la realidad traspasa con inmensa facilidad. Tal vez el más doloroso de esos casos, por su trascendencia histórica, es el mapa del Oriente Medio, que Churchill presumía haber trazado con un lápiz en la derecha y un vaso de whisky en la izquierda. El más notable, por su cercanía y permanencia, es la migración de mexicanos al norte. No hay muro que la contenga.

Los políticos ciegos de la extrema derecha norteamericana se niegan a confrontar esa realidad económica imbatible: mientras México siga siendo una fábrica de pobres en busca de trabajo y Estados Unidos siga siendo una potencia productora que requiere de mano de obra barata y dócil, las cucarachas mexicanas seguirán cruzando la línea —imaginaria o de concreto— que les pongan enfrente. El presidente Obama es solamente un instrumento que cumple con una dócil eficacia, el papel de deportador en jefe, título que le puso The Economist.

Lo demás es hacerse tontos. De este lado de la frontera, los delincuentes se desplazan y se instalan donde les gusta y les conviene. No hace mucho, algunos prominentes narcos vivían en el municipio más rico del país y sus hijos acudían a las mejores escuelas privadas de Nuevo León, junto con los hijos de los destacados políticos y empresarios de la región. Precisamente, porque San Pedro Garza García era una de los municipios más vigilados y protegidos del país.

Tamaulipas no se cuece aparte, es ingrediente del mismo puchero. Su geografía le condena a atravesarse en la ruta de las drogas hacia el mayor mercado del mundo. ¿De qué nos asustamos? Pero que no se pretenda justificar lo injustificable: los muertos son todos bandidos y vinieron a morir aquí porque los estaban matando en otros lados.

Pues no.

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