La política está secuestrada por la desconfianza. No me refiero a esa recurrente, común —y en muchas ocasiones explicable— aproximación al diseño de reglas e instituciones, sino a esa suerte de sospecha sobre las motivaciones de los participantes en la toma de decisiones políticas. Instalada como presupuesto del diálogo o de la negociación política, la desconfianza se usa como coartada para negar validez a las posiciones de unos o de otros. Ciertos argumentos o posiciones deben ser expulsados de la deliberación, no ser tomados en cuenta, escuchados o decididos, en razón de que, se sugiere, provienen de una complicidad, de una cercanía inconfesable, de una traición a un bien común revelado e incontrovertible. La verdad está en la convicción propia, en la persistencia de la causa, en la pericia del defensor. Fuera de la trinchera, sólo hay perversos intereses, conciencias sobornadas y un puñado de ambiciosos al servicio del poder. El maniqueísmo de la desconfianza es la predisposición actual de nuestra política: o estás conmigo o estás comprado por Televisa o por Slim.
La democracia es el mercado de los intereses. Ese espacio común para la formación de dinámicas sociales de cooperación. La “voluntad general”, la agregación mayoritaria, es el resultado de una consciente práctica deliberativa: de ese intercambio de razones y argumentos dirigido a conocer, ponderar y satisfacer intereses individuales. Cuando los canales o los dispositivos de esa práctica fallan, los resultados carecen de la legitimidad que aporta la presunción del consenso. Son las llamadas precondiciones de la democracia: la oportunidad de participar en la deliberación y de exponer razones, el deber de presentar y justificar intereses desde un punto de vista imparcial, la disposición a aceptar la verdad del otro.
Si aspiramos a una decisión legítima en materia de telecomunicaciones, debemos restablecer las condiciones de la deliberación sobre sus fines y contenidos. La aritmética de la mitad más uno no aporta esa legitimidad. La causa en la plaza o en la asamblea popular tampoco la suple. El primer paso para reanimar la deliberación socialmente útil es superar el juego maniqueo de las posiciones irreductibles y la perversa estrategia de sembrar la sospecha recíproca. Acercar las sillas a la mesa en la que se presentan y justifican las posiciones divergentes. Reinstalar la premisa de la verdad parcial en la interacción entre diferentes. Devolver a la política su capacidad para tejer equilibrios reflexivos y satisfactorios para las partes. Pasar de los vetos personales y de la amenaza del voto grupal, a la negociación abierta, honesta y responsable de los intereses en juego.
La materia prima de la política y de la democracia no son virtudes dadas o reveladas, sino intereses que requieren ser conciliados virtuosamente. El interés público o el bien común no son esencia diferente a las preferencias que procuran los individuos. Nada indigno ni inapropiado en enfrentar y razonar los problemas sociales y las políticas públicas desde la perspectiva de lo parcial, como su contenido natural e inevitable. Lo contrario, esa pontifical inclinación a despreciar y negar los intereses parciales bajo la presunta existencia del bien total, es la demagogia de las verdades absolutas y, por tanto, la negación radical de la política. El fracaso de la democracia como sistema de convivencia.