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Insertar el silencio

Superiberia

 

Vine a Ciudad Guzmán a buscar a Juan José  Arreola. Quise que me saliera el paso en  el doblez de los muros, en la anchura de  la plaza. Hacer como que aquel centro con sus  arcadas conservadas o renovadas era el mismo.

Disimular que las viejas casonas no habían sido  deformadas para convertirse en bancos, locales, oficinas —supe de su distorsionada vocación  porque una que otra sobreviviente me permitió  asomarme al patio tras la reja que lo presumía.

Qué sorpresa la de los portones abiertos para que la mirada entre al corazón-patio-con-fuente  de las casas antiguas. Un generoso permiso para  asomar a la vida de quienes sobre equipales (me  cuentan que son originarios de un poblado cercano) reposan el día bajo el frescor de los corredores  con plantas. Cierta estirpe andaluza parece ser la  ascendencia de estos espacios gráciles y escasos.

Permiten imaginar los días de las grandes casonas  y sus habitantes pausados. Busqué al maestro en la casa de Consuelito Velázquez en una de las esquinas. Una casa que pudo  tener mejor uso que el panal de comercios en que  se ha convertido. Cuánto desearía la imaginación recorrerla para arrancarle un “Bésame mucho”  que desde esta esquina sigue sonando en el mundo entero (dicen que es la canción mexicana más cantada). En otro de los costados de la plaza está  el Hotel Zapotlán. Su fachada y la foto desgastada  que conserva en la entrada muestran su antigüedad. Aquí pude haber encontrado al de La feria,  sin duda, porque Pablo Neruda se hospedó en este   hotel. Una ciudad literaria que no sé porque razón  no presume de ello. Aquí debiera haber una placa  testigo. No siempre duerme un poeta mayor en los espacios discretos de nuestras ciudades y pueblos.

Seguí calle abajo y estuve segura de su capa y su mirada cuando el Café Arreola con sus equipales oscuros me salió al paso. Es de las hermanas del escritor, me dijeron. En sus vitrinas antiguas un pan dulce más sugerente que canción de Chava Flores invitaba a mordisquearlo y nombrarlo. Un pastel de elote me ganó la vista. Cuando quise comer uno más tarde, la cafetería había cerrado. Las hermanas están en misa, dijeron. Hacia la montaña que bordea la ciudad, en la casa que lleva su nombre porque allí vivió y que su hijo Orso preside y muestra con orgullo, lo pude ver porque la casa exhibe sus foto, sus libros y traducciones a otros idiomas, su capa, sombrero y dibujos que le han hecho. Lo que más me emocionó fue lo que delataba sus horas íntimas con la palabra. Un secreter majestuoso con recovecos sorpresivos para esconder, para esconderse tal vez, tras esa cortina que cierra las horas de trabajo cuando es hora del trago o del juego de ajedrez. Sobre el secreter una máquina de escribir de negro metálico de donde salió Confabulario. No pude evitar que la película Naked Lunch (David Cronenberg sobre la novela de Burroughs) me asaltara. Las máquinas de escribir orgánicas, voz, boca, músculo. Capaces de hablar y de tragar palabras. Es lo más cercano al Juan José Arreola que me costó encontrar en la plaza, lo más obvio también. Un escritor es  también su relación con el instrumento con el que produce ficciones. (¿Si es que algo interesa que se quede, permanecerá una computadora, una laptop?  ¿Alguien las ha guardado como lo habría hecho con su máquina de escribir?) Déme un autógrafo pensé en decirle a la que había dejado para nosotros el asombro de Confabulario, que nos había heredado “El Guardagujas” por los siglos de los siglos, amén. Su teclado había acompañado el pensamiento de Arreola, y ahora sin la pulsión del maestro parecía un fantasma un tanto triste.

Debía extrañarlo. Igual que el tablero hecho de injertos de madera clara y oscura sobre una plancha tosca de madera también. Allí jugábamos muchas horas, remató Orso mirando una vida que se ha vuelto museo. Salimos a la terraza cuya noche escondía La media luna, San Gabriel, Apulco: las evocaciones rulfianas. Hay que volver de día. No lo sé, prefiero los libros y la insinuación de la ciudad. Espiar las huellas de manera menos evidente. Insertar los silencios, como dijo Borges del día en que se reunieron a conversar. Aunque no estaría mal que esta ciudad y esta casa de Arreola se volvieran el ombligo del cuento en el país. Me refiero al cuento literario, una biblioteca de cuento, un centro para leer cuento, para propagarlo, para que haya un taller permanente del género que el maestro Arreola nos dejó para beberlo siempre en los patios imaginarios de nuestro paraíso lector.

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