Tras el desgarradero de vestimentas en torno al “affaire Cassez”, tal parecería que el asunto quedó ahí, conclusión justa o injusta de un sistema podrido en el que, escoja usted, amable lector, o los culpables salen libres o los inocentes son encarcelados…
Pero lamentablemente ese episodio y la equívoca acción de los organos de procuración de justicia no es la excepción, sino más bien la norma. Para donde volteemos a ver, hay casos de crímenes execrables en los que los culpables no aparecen o lo hacen demasiado rapido: increíble pensar que sólo la presión medíatica o ciudadana baste para que las policías mexicanas atrapen a los verdaderos responsables. Y, por el contrario, muchos presuntos culpables alegan su inocencia bajo el argumento de que son chivos expiatorios. ¿A quién creerle?
Qué fácil sería presumir, en el sentido de la presunción, que la mayoría de los detenidos por la justicia son verdaderamente criminales, o que lo son en aquellos delitos de los que se les acusa. Escandaloso, pero igualmente fácil, sería adivinar que la gran mayoría son en realidad inocentes, y que están ahí ya por capricho, por accidente, por ineficiencia o corrupción o lo que usted guste o mande. Pero no: lo peor de todo es que ni siquiera hay manera de estimar siquiera la proporción de los detenidos injustamente o de los inexcusablemente libres.
Casi 90% de los crímenes en México no llega a sus últimas consecuencias en nuestro intricado sistema de procuración de justicia, y de esos sólo uno de cada 10 concluye con castigo a los supuestos responsables. Eso quiere decir que el Estado de derecho mexicano tiene un indice de efectividad de1%, inferior incluso a la capacidad goleadora de la selección nacional de fútbol, lo cual ya es decir… Y lo peor del caso es que los encarcelados pueden o no ser culpables de los delitos de los que se les acusa.
Yo no soy abogado ni tengo mayores conocimientos de derecho, lo cual probablemente me resta toda autoridad para opinar sobre la materia, pero tal vez, sólo tal vez, sea eso mismo lo que me permite ver un aspecto que nada tiene qué ver ni con las leyes ni con las teorías jurídicas: el de las prácticas y las normas de convivencia cotidianas en nuestro país.
Parte fundamental del problema radica en que los mexicanos estamos acostumbrados a no obedecer la ley, a no seguir las reglas. El que lo hace es visto como lento, como poco aventajado. Un poco por costumbre, por envidia, un mucho por comodidad, en vez de denunciar encubrimos, arropamos, acogemos a los tramposos en vez de denunciarlos, de confrontarlos, de excluirlos. Las sociedades antiguas y las del medioevo tenían diferentes formas de lidiar con las conductas socialmente inaceptables. En aquellas en las que el dominio sólo era el del más fuerte, las reglas se seguían para no contrariarlo, aunque por supuesto dichas reglas eran las del más fuerte. Sólo era posible prosperar con su venia, y esa se conseguía con mentiras, sobornos, trampas y complacencias. Con el paso del tiempo esas fueron las sociedades que tendieron a ser como la nuestra, enfocadas al poderoso y no al ciudadano.
Otras permitieron el crecimiento de sus comunidades, la descentralización del poder, el surgimiento de otros liderazgos distintos a los del gobierno, y la creación de polos sociales hacia los que la gente gravitaba porque le eran más útiles que los del mismo poder central. Esas sociedades hicieron de la inclusión o de la exclusión una útil herramienta de premio y de castigo para aquellos que seguían o violaban las normas de convivencia aceptables.
En el México moderno no hay esfuerzo de mejora del sistema judicial o de procuración de justicia viable mientras los ciudadanos nos comportemos como vasallos, como complices de los poderosos o los delincuentes, mientras pensemos que las reglas aplican para todos menos para nosotros mismos, mientras excusemos las conductas de amigos y vilipendiemos las de nuestros adversarios. La ley y la justicia no aparecen por arte de magia. Es enorme la responsabilidad del Estado y del gobierno, o de los gobiernos, pero también lo es de los ciudadanos, de los padres y madres de familia, de las comunidades en que vivimos. Sólo asumiendo la parte que nos toca podremos aspirar a vivir en un país menos injusto y disparejo.
@gabrielguerrac
Internacionalista