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Hay mar para todos

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

Un tipo estaba bebiendo desaforadamente en el bar. Su amigo le preguntó: “¿Por qué estás tomando así?”. Contestó el sujeto: “Mi esposa se fue con mi mejor amigo”.

El recién llegado se desconcertó. Le dijo: “Creí que yo era tu mejor amigo”. “Lo eras –replicó el individuo-. Ahora tienes el segundo lugar”…

La periquita de Celiberia estaba flaca y consumida, pese a tener comida en abundancia. Por fin su dueña halló la causa: todos los días el perico de la casa de enfrente se cruzaba por un alambre de la luz, le hacía el amor a la lorita y luego se despachaba toda la comida.

A fin de darle un escarmiento doña Celiberia peló el alambre eléctrico, y cuando el loro iba de regreso bajó el switch. Con eso el abusivo cotorro recibió una tremenda descarga que le erizó las plumas y lo dejó patidifuso.

De nada sirvió el escarmiento. Al día siguiente llegó el pícaro loro otra vez. Se comió todo el alimento y luego le dijo a la periquita: “Hoy no vamos a follar, Polly. Ayer me dio una congestión”…

Iba a empezar la asamblea del sindicato, y Babalucas probaba el micrófono: “Bueno… Bueno… Probando, probando… Sí… Sí… Tres por tres siete; tres por tres siete…”. Desde abajo le dijo un compañero: “No seas indejo. Tres por tres son nueve, no siete”. “El indejo eres tú –replicó Babalucas-.No estoy multiplicando; estoy probando un micrófono”…

Estamos en el naufragio del Titanic. Todos los botes salvavidas habían sido bajados ya, y llenos de espantados pasajeros se alejaban del sitio del desastre para no ser sorbidos en el vórtice que causaría el inminente hundimiento del enorme navío. Quienes habían quedado a bordo se arremolinaban en la cubierta.

Se oían gemidos, imprecaciones, gritos, oraciones. De pronto el barco escoró, y todos fueron en desorden a la borda para saltar al agua.

Desde el castillo de proa un gentleman inglés fumaba su pipa y miraba a la aterrorizada muchedumbre a través de su monóculo. “No se empujen, señores; no se empujen –le pidió, flemático-. Hay mar para todos”…

Capronio, hombre ruin y desconsiderado, compró a bajo precio mil latas de sardinas, pues le dijeron que estaban echadas a perder.

Llegó el inspector de salud pública y abrió una. Le dijo a Capronio: “Esto no se puede comer. Las sardinas están perdidas”. “Ya lo sé –repuso el bellacón-. Pero no las quiero para comerlas. Las quiero para venderlas”…

Al agente viajero se le descompuso el coche en medio del campo y se vio obligado a pedir asilo a un granjero.

Le rogó que le permitiera pasar la noche en su casa. “Sólo tengo una cama disponible -dijo el viejo-, y en ella se acuesta mi hija de 18 años. Podrá compartir la cama con ella. Pero pondré una almohada entre los dos. Si usted la brinca se las verá conmigo”.

Replicó el otro, muy digno: “No haré tal cosa, señor mío. Soy un caballero”. Cumplió su promesa, en efecto: toda la noche pasó sin que pasara nada.

Al día siguiente el viajero caminaba con la chica por las inmediaciones de la granja.

Un súbito golpe de viento le arrebató a la muchacha el sombrerito que lucía y lo arrojó al otro lado de una barda.

“No se apure usted, amable señorita -dijo el viajero-. Brincaré la barda y le traeré su sombrerito”. “¡Bah! -exclamó despectivamente la muchacha-. ¡No fue capaz de brincar una almohada, y va a saltar una barda!”… FIN.

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