“La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre. Y aunque digan que el hambre repartida entre muchos toca de a menos, lo único cierto es que todos aquí estamos a medio morir y no tenemos ni siquiera dónde caernos muertos”, relata la voz grave, poderosa, pero sin aspavientos, de Jaime Sabines, leyendo en off el texto de Juan Rulfo en la película experimental La fórmula secreta, realizada en 1965 por Rubén Gámez.
En aquellos años del llamado milagro mexicano Rulfo ironizaba con la realidad del hambre en México y las numerosas maneras de disfrazarla. La reina María Antonieta, de las vísperas de la Revolución Francesa, con su remedio a la falta de pan: comer pasteles, quedaba como aprendiz de la negación de la realidad ante este remedio del reparto del hambre entre muchos, para que toque de a menos, que Rulfo coloca en un decir vagamente atribuido a los satisfechos de entonces.
Los gobiernos de aquellos años 60 mexicanos, mostraban sus altas tasas de crecimiento económico —el doble de las de ahora— como ejemplo para el mundo. Era la década del llamado desarrollo estabilizador en que el discurso oficial hablaba de crecer para luego repartir; producir riqueza, para luego distribuirla, un “luego” que no acaba de llegar, al grado de que pasamos a la segunda década del siglo XXI con una contabilidad de 7.4 millones de mexicanos con hambre, focalizados en 400 municipios, pero con muchos más mexicanos en condición de pobreza.
El hambre tabú
Pero ahora es una sociedad con un peso importante de clases medias razonablemente satisfechas y una clase más que satisfecha en el estrato superior, la que no reconoce que haya hambre en nuestro país y parece sorprendida con el discurso gubernamental sobre la realidad del hambre en México. “Hay quienes no la conocen; otros, quizás, no la aceptan y algunos ni siquiera se atreven a mencionarla”, dijo el lunes el presidente Peña Nieto al poner en marcha la Cruzada Nacional contra el Hambre.
Más todavía: para las generaciones formadas en las largas décadas del discurso de “los logros de la Revolución” y, más recientemente, en la década del desencanto democrático (Mauricio Merino dixit) apenas parece creíble la aparición esta semana de un ente jurídico administrativo creado por decreto presidencial con el tema que los gobernantes y significativos grupos sociales no se atrevían a decir su nombre. Se trata del Sistema Nacional contra el Hambre, con su imagen institucional “SIN-Hambre”, a la manera de la campaña de Hambre Cero de Lula en Brasil.
Habrá que ver si el tema pasa de esta semana, como es deseable, en el centro del debate y, sobre todo, si se coloca como uno de los programas centrales del gobierno y del Estado mexicanos.
Lo social en el centro
A más de medio siglo de la publicación del trabajo pionero de la investigadora Ana María Flores, La magnitud del hambre en México, y a más de 30 de la publicación por Siglo XXI de los cuatro tomos sobre la (in)satisfacción de las necesidades esenciales en México por Coplamar —la unidad que atendía a la población marginada en los 70 y 80— la puesta en marcha de la Cruzada Contra el Hambre no sólo puede movilizar las energías del país por esa causa, sino que también podría reactivar un debate de calidad sobre las políticas sociales del Estado mexicano. Hay masa crítica acumulada, hay experiencias institucionales con valiosas lecciones de lo que es aconsejable y de lo que no, hay instrumentos de medición de impacto de programas y hay un gobierno que empieza con una vocación de alianzas y coaliciones, como el Pacto por México, que puede darle sustento a las transformaciones propuestas.
Es un tema en el que está en juego no sólo un problema de justicia, sino de viabilidad de la nación. Hoy parece superado el debate de primero crecer y luego repartir, con la comprobación del éxito de políticas sociales que reparten como fórmula eficaz de crecimiento.
Director del Fondo de Cultura Económica