El reto más grande que tendrá el gobierno de Enrique Peña Nieto será reconstruir la autoridad política institucional para reducir la violencia y recuperar la soberanía del Estado sobre el territorio nacional. La manera en que pretende lograrlo está equivocada. Unir la política y la policía en la Secretaría de Gobernación, como establece su iniciativa de reforma de la Ley Orgánica de la Administración Pública, representa un doble error. Es un error si lo que se pretende es tener una presidencia democrática. Lo es también desde el punto de vista de los retos de la seguridad pública.
En ningún régimen democrático quien maneja la política es responsable directo de la policía. En los gobiernos autoritarios sí, porque la policía, en su función de espionaje y represión, es el principal instrumento de gobierno. Ni en los regímenes presidenciales ni en los parlamentarios se comparten la responsabilidad de la política y la de la seguridad.
En Estados Unidos y en Brasil la política se maneja desde la oficina presidencial, y la seguridad desde un ministerio especializado regido por criterios técnicos y sujeto a estrictos controles del Congreso. En los sistemas parlamentarios el primer ministro conduce las relaciones políticas y el ministro del interior manda sobre la seguridad.
Se dirá que en nuestro país ya ocurrió que estuvieran unidas, pues la Policía Federal Preventiva quedó inscrita en Gobernación. Eso no es exacto. Esa policía empezó como una policía antimotines para proteger las sedes de los poderes federales, cuando en 1997 el gobierno del Distrito Federal quedó en manos de la oposición. Era una policía de otra escala, un problema a atender completamente diferente y una reacción defensiva ante una nueva realidad política más plural. Hoy deberíamos avanzar en un diseño plenamente democrático, la escala de la policía no tiene comparación y el problema a enfrentar es completamente distinto.
La tarea política del secretario, jefe de gabinete, jefe de la oficina presidencial o, en su caso, primer ministro, es la relación con el Congreso -con la pluralidad-, con los medios, los líderes de opinión, los gobernadores (en los sistemas federales), así como contribuir a dar coherencia y dirección al gobierno. Se requiere capacidad para responder a la crítica y posicionar al gobierno ante la opinión pública.
Es una tarea diferente a la de la seguridad pública, que implica una gran responsabilidad administrativa, criterios técnicos de actuación, profesionalización (capacitación, disciplina, vigilancia interna, ascenso por mérito, seguridad social). Y en lo que toca a la inteligencia, en todas las democracias es clarísimo que la inteligencia para la seguridad nacional y la seguridad publica no debe de mezclarse con la política ni convertirse en instrumento de la penalización de la protesta social. Por eso las democracias crean poderosos instrumentos de control por el Ejecutivo, el Congreso, la opinión pública y los organismos civiles; precisamente para evitar la utilización política o electoral de la policía.
Si prevalece el diseño equivocado de Secretaría de Gobernación, incompatible con la democracia y técnicamente inapropiado para manejar la seguridad, lo menos a lo que está obligado el Senado es a establecer instrumentos de control parlamentario que no obstaculicen la actuación, pero que den garantías de control y rendición de cuentas a la sociedad.
La violencia y la inseguridad prevalecientes obligan a un replanteamiento radical de la política en curso y del diseño institucional para atenderlas. Lo conveniente sería arribar a un acuerdo nacional que permita convenir una política de Estado en seguridad y justicia, así como mejorar el diseño institucional con un secretario del interior (o de seguridad controlado civilmente) que se encargue de la seguridad pública; mientras que un jefe de la oficina presidencial, o mejor aún, un jefe de gabinete, se encargaría de la política.
Senador por el PRD