El gobierno federal puede enfrentar un problema muy serio en términos de las soluciones que está dando en materia de seguridad. Se puede entender la desesperación de los ciudadanos, la incapacidad de los gobiernos estatales y la responsabilidad del gobierno federal, pero igualmente legítimo es preguntarnos por las soluciones. No estamos en presencia de la necesaria coordinación entre los tres órdenes de gobierno o del mando único policial. Se trata de un verdadero take over o asunción completa del control de la seguridad pública y del orden político con medios poco ortodoxos, cuando no alejados del Estado de derecho que instituye y protege la Constitución.
Los planes para Michoacán, Estado de México y Tamaulipas guardan diferencias entre sí de acuerdo con la problemática específica que cada uno vive, pero tienen en común que son implementados en entidades federativas que se encuentran por encima de la media nacional en algunos, varios o todos los delitos de alto impacto (homicidio culposo, homicidio doloso, secuestro, extorsión y robos). Con este criterio pronto podrían sumarse Guerrero, Morelos, Veracruz, Chihuahua y Sinaloa.
La situación de estas entidades es excepcional y requiere soluciones excepcionales. Pero hay soluciones excepcionales dentro y fuera del Estado de derecho y, al menos en Michoacán, se ha optado por esta última, acumulando varias violaciones a la Constitución. Pudo haber sido de otra manera. El estado de excepción decretado de hecho en Michoacán pudo haber sido decretado de derecho a través del artículo 29 que faculta al Presidente para restringir o suspender el ejercicio de los derechos y las garantías para hacer frente a la situación. ¡Ojo!, la razón de Estado tan complicada de entender y de ejecutar y, sobre todo, tan susceptible de ser abusada puede ser un problema mayor que el que busca solucionar. El Estado de derecho está quedando comprometido y lo que hoy pueden parecer buenas razones mañana podrían convertirse en usos y costumbres para propósitos menos nobles.
Está en primerísimo lugar el hecho de que, al consentir la existencia de las autodefensas, se consintió al mismo tiempo contravenir el precepto constitucional de que ninguna persona podrá hacerse “justicia por sí misma ni ejercer violencia para reclamar su derecho”. Convenimos que los ciudadanos tenemos el derecho a la seguridad, a dedicarnos a la profesión que mejor nos convenga, a no ser molestados en nuestra persona, familia o posesiones. Convenimos también que el Estado ha faltado a su obligación de garantizar estos derechos y debe ser llamado a cuentas por ello. Pero del incumplimiento de sus obligaciones no se sigue que la justicia por propia mano esté aceptada o, peor aún, permitida por los gobiernos.
La permanencia del Ejército en las calles y sus funciones ya casi permanentes en las labores de seguridad pública también son parte del estado de excepción. El PRI en la oposición criticó con severidad que Calderón hubiese recurrido a este expediente. Hoy lo ha abrazado y llevado aún más lejos. En cambio, no ha podido dar al Ejército lo que hace años y con toda razón viene exigiendo: un cambio en la legislación que dé sustento a las funciones que lleva a cabo.
Junto a estas dos situaciones “anómalas” encontramos muchas otras. El artículo 10 de la Constitución otorga el derecho a poseer armas en su domicilio a los habitantes del país para su seguridad y legítima defensa, pero prohíbe las reservadas para el uso del Ejército, Armada, Fuerza Área y guardia nacional. Al margen de esta norma, el gobierno federal ha permitido abiertamente que las autodefensas las mantengan en su poder.
Según la Constitución, las instituciones de seguridad pública no sólo deberán ser de carácter civil, disciplinado y profesional, sino que el Sistema Nacional de Seguridad Pública estará sujeto a ciertas bases mínimas. Entre ellas a un proceso “de selección, ingreso, formación, permanencia, evaluación, reconocimiento y certificación de los integrantes de las instituciones de seguridad pública”. La transformación de las autodefensas en parte de las instituciones de seguridad no cumple con estas bases y, sin embargo, han sido “legalizadas” por decreto. Así lo afirmó Estanislao Beltrán: “…estamos en la legalidad …Ya somos parte del gobierno”. Por más que buscamos en la Constitución la figura de “fuerza rural estatal” no la encontramos.
Pero dejemos a un lado el Estado de derecho y los tecnicismos jurídicos. Por donde se le mire, aparecen problemas en la estrategia seguida. ¿Qué explicación dar a los policías despedidos por no pasar los controles de confianza? ¿Y qué pensarán los policías locales de los mayores sueldos que recibirán estos nuevos uniformados? ¿Y qué impedirá que los nuevos integrantes de la fuerza rural estatal sean presa de los mismos vicios que presentaron los policías antes de ellos? ¿Son estos nuevos elementos refractarios al contubernio con el crimen organizado?
Las soluciones excepcionales tienen un problema: no son susceptibles de institucionalización. La razón de Estado tiene uno mucho mayor: su discrecionalidad.