por: Héctor De Mauleón / columnista
Aquel día, dos elementos de la Agencia de Investigación criminal se apostaron en el lobby del hotel Riviera de Atitlán. Habían llegado ahí siguiendo una corazonada: el Riviera era el hotel más lujoso de Panajachel. Un lugar apropiado para que el prófugo exgobernador de Veracruz, Javier Duarte, recibiera a su familia.
Los agentes habían recibido ese mismo día un informe de la policía de Guatemala: los hijos de Duarte habían arribado al Aeropuerto Internacional La Aurora; todo parecía indicar que la camioneta en la que viajaban en compañía de otros familiares se desplazaba hacia Panajachel, donde se halla una bahía considerada la más hermosa del mundo.
A las seis de la tarde, los policías mexicanos tomaron una habitación. Bajaron al lobby vestidos con camisas floreadas. Los dos llevaban barba bien cuidada, así como esclavas, cadenas y relojes finos. Desde el mes de noviembre, en que fueron enviados a Guatemala a perseguir los pasos de Duarte, habían desempeñado ese papel: el de dos empresarios dispuestos a gastar, invertir y divertirse.
El lobby estaba animado. Era Sábado de Gloria. Los agentes revisaron entradas y salidas, subieron a ver el helipuerto; luego se pusieron a jugar billar en una mesa colocada en el lobby. La mayor parte de los clientes bebían cervezas Corona. Ellos decidieron pedir unas Heineken para que no se les asociara tan fácilmente con su país de origen.
Comenzaron a jugar. Un partido y otro. Los dos eran malos jugadores. Hacia las 19:30 del sábado 15 de abril Javier Duarte salió del elevador y se sentó muy cerca de ellos, en uno de los sillones del lobby. Lo notaron expectante y ansioso.
Duarte se fijó de pronto en ellos y se puso alerta. Uno de los agentes comenzó a hablar en árabe. El otro le respondió en el mismo idioma. Ninguno sabe en realidad una sola palabra, pero habían ensayado ya ese juego.
Duarte los escuchó y perdió interés en ellos. El agente más joven le marcó a su jefe:
—Aquí está —le dijo—. Está fácil.
El jefe respondió:
—Todavía no está la orden. Aguanten.
Karime Macías bajó al lobby diez minutos más tarde. Se veía terriblemente desgastada, demacrada. Según uno de los agentes, nada parecía indicar que meses atrás hubiese sido “una Primera Dama”. Duarte hacía llamadas telefónicas. Se mostraba impaciente.
Los agentes conocían la causa: el chofer que conducía la camioneta en que viajaban los hijos de la pareja había dado largos rodeos para impedir que lo siguieran. Le llevó cinco horas recorrer una ruta que sólo se hace en dos.
Los hijos de Duarte llegaron hacia las 20:30. La pareja corrió a abrazarlos. Hubo largos minutos de abrazos y de llanto. Karime Macías lucía absolutamente conmovida. Los niños, según los agentes, parecían estar tristes.
Todos subieron al apartamento 505, que no forma parte de las habitaciones regulares del hotel: se trata de un alojamiento privado que alguien adquirió hace apenas cinco meses.
La familia pidió que le subieran alimentos a la habitación.
Habían llegado al Riviera, mientras tanto, los agentes que llevaban la orden. Unos eran de Interpol, otros de la Agencia de Investigación Criminal.
Alguien advirtió que el encargado de la administración avisaba por teléfono que había llegado la policía.
Los agentes bloquearon el elevador para evitar que el exgobernador intentara abordarlo y subieron por las escaleras. Dos agentes de Interpol y tres de la Agencia.
Tocaron la puerta. Duarte la abrió.
—Buenas noches —les dijo—. Vámonos. Esto se tiene que arreglar. Ya estoy cansado.
Cerró la puerta tras de sí y salió al pasillo, decidido. Su familia se quedó en silencio dentro del apartamento. Uno de los agentes guatemaltecos le dijo al exgobernador que no iba a esposarlo, pero le pidió que se tomara las manos por detrás.
Lo bajaron por elevador.
De camino al juzgado se mostró “arrogante, prepotente, cínico”. “Mala persona”, según la descripción de uno de ellos.
En el juzgado, les preguntó a los dos elementos de la Agencia:
—¿Ustedes eran los del billar?
—Sí —le contestó uno—. ¿Sospechó de nosotros?
—Un poco —respondió Duarte. Y agregó:
—Les iba a pedir la “reta”, pero no me hicieron caso.
@hdemauleon