Los estados de la república hacen publicidad para venderse: “Monterrey, ciudad de trabajo y progreso, orgullo de México”; “Veracruz, mi estado ideal, mi viaje perfecto”; “Guerrero, confianza para inversionistas”; “Michoacán, el destino cultural de México”; “Tamaulipas, mi orgullo, mi futuro”; Coahuila, “kilómetros de belleza multicolor”; “Aguascalientes, recreación, convivencia, cultura, deporte”.
Cada uno de esos anuncios (y muchos más) hablan de su rincón como un sitio bello y hospitalario, pero también armonioso y tranquilo. Para hacerlo, muestran fotografías y películas de sus espacios naturales (bosques, playas, lagos, desiertos…), de sus vestigios prehispánicos y sus edificios coloniales, de sus museos, pueblos mágicos, gastronomía y artesanías y hasta presumen su modernización con refinerías y fábricas, segundos pisos y rascacielos. Los ciudadanos que aparecen en ellas siempre sonríen y viven muy a gusto.
El gobierno federal también ha insistido en mostrar esa cara del país. Hace dos años patrocinó una exposición de fotografías de Willy de Sousa mostrando valles y cañadas, artesanías y platillos, mujeres bailando con sus hermosos trajes regionales y niños pobres mirando al infinito, todo muy estetizado y limpio. Y en sus comerciales, los ciudadanos también ejemplifican la felicidad, por contar con un gobierno que se ocupa de ellos y por vivir en un país tranquilo. La empresa Televisa, que ya lo había hecho en época del Tigre Azcárraga, ha vuelto a pasar anuncios sobre las bellezas naturales del país para convencernos de visitar sus ciudades y pueblos, y dos de sus directivos patrocinaron la película Hecho en México, que, como dice Rogelio Villarreal, habla “del México mítico, donde reina el amor, la paz y la sabiduría, el de los estereotipos y la superchería”. ¡Hasta la Lotería Nacional se anunciaba diciendo que “México vive con armonía y con felicidad”!
Pero he aquí que esos anuncios pasan en los intermedios de los noticieros o se los inserta en las páginas de los periódicos entre las historias de los secuestrados y desaparecidos del día, los muertos y las balaceras, los camiones, negocios y palacios municipales incendiados, las extorsiones. Entonces resulta que hay una disociación tremenda (o, en términos técnicos: una disonancia cognoscitiva) entre dos maneras de presentar la realidad y en esa disonancia vivimos los mexicanos.
Ya no es sólo la brecha entre discurso y realidad, tan típica de nuestra cultura política, sino que es un paso más allá: el que no tengan nada qué ver los discursos sobre la realidad, el que presenten de manera completamente opuesta al país: ¿México es armonioso y tranquilo o violento e inseguro? Nos anuncian lo primero, nos cuentan lo segundo.
Desde siempre este modo se ha traducido en la aceptación de la mentira y el doble discurso como parte integral de nuestra forma de funcionar como sociedad. Pero hoy se traduce también en algo más grave, que es parte de los resultados involuntarios (o de los efectos colaterales, como se dice ahora) de esa separación: que no nos creemos ninguno de los discursos ni el que nos dicen los gobernantes, legisladores, policías y comisionados de esto y de aquello, pero tampoco los de la publicidad, las artes y los medios. Pobres de nosotros, pues no creer en nada (y no confiar en nadie) ha terminado por ser nuestra única medida de resistencia como ciudadanos, aunque vivir así, en ese doblez, sea una enfermedad: la esquizofrenia.
Lo curioso, sin embargo, es que algunos creen que sucede al revés y que somos fácilmente convencibles de cualquier cosa. El ejemplo más reciente es el que asegura que Peña Nieto ganó las elecciones porque una empresa de televisión convenció a millones de votar por él. Pero si fuera tan fácil ¿por qué no nos han podido convencer a todos los que habitamos este territorio de que México es un lugar seguro, armonioso y tranquilo?
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Escritora e investigadora en la UNAM