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Espiar está en su naturaleza

Superiberia

 Por: Catón  / columnista

En la mañana siguiente a la noche de bodas la novia tomó el teléfono y pidió a room service del hotel que les llevaran a ella y a su esposo el desayuno al cuarto. “Yo quiero –dijo- un plato de fruta con melón, papaya, plátano, sandía, piña y fresas; tres huevos estrellados con bastante tocino; pan tostado con mantequilla y mermelada; un jugo de naranja grande; una jarra de café negro y una canasta con media docena de piezas de pan dulce. A mi marido tráigale una hoja de lechuga y una zanahoria”. Preguntó con asombro el encargado: “¿Solamente una hoja de lechuga y una zanahoria?”. “Sí –confirmó la muchacha-. Quiero ver si también come como conejo”…

En la naturaleza del Leviatán está espiar a sus enemigos. El Estado, según Hobbes lo imaginó, es una criatura viviente, y tiene instinto de conservación igual que todas las criaturas. Para seguir viviendo necesita conocer aquello que lo amenaza, y adelantarse a los designios de quienes pueden atacarlo. Todos los Gobiernos mantienen servicios de inteligencia –vale decir de espionaje-, y someten a vigilancia permanente a sus adversarios. Al hacerlo el Estado no reconoce límites legales: su supervivencia está por encima de la Ley. Desde luego tal cosa no justifica acciones que sólo Maquiavelo habría admitido como válidas. En los hechos, sin embargo, así sucede, y es empresa inútil pedirle a Leviatán que no espíe. Si somos realistas reconoceremos esa realidad, y quienes por razón de nuestro oficio o actividad estamos frente al monstruo seremos cuidadosos de la manera en que nos comunicamos, pues sabremos que nos vigila y recoge nuestras palabras para usarlas en nuestro daño cuando le convenga. ¿Que eso es ilegal? Claro que lo es, pero tal ilegalidad no importa nada a esa criatura que busca sobre todo mantenerse, y mantener su poder. Lo demás para ella son nimiedades. Nuestras protestas son nimiedades. Negará que espía, y mientras lo hace seguirá comprando y usando dispositivos para espiar. Eso está en su naturaleza. Quien no lo reconozca así, será tan inocente que ni siquiera merecerá el honor de ser espiado… El Sabio de la Montaña estaba meditando en su caverna cuando lo sacó de su meditación un retintín como de cascabeles. Quien tal sonido producía era un hombre joven que se acercaba llevando atadas a los tobillos unas campanitas que sonaban al paso del mancebo. Se prosternó el recién llegado ante el Sabio de la Montaña; abatió la frente hasta tocar con ella el polvo de la tierra y le rogó que lo escuchara en confesión. “Levanta, hijo –le pidió el santo varón-. Oiré tus culpas y extenderé sobre ellas el piadoso manto del perdón y la misericordia. Pero antes dime: ¿por qué llevas esas campanitas con las que haces tanto ruido al caminar?”. “De ti he aprendido –respondió el muchacho- a respetar la vida en todas sus manifestaciones. Temo pisar inadvertidamente a alguna pequeña criatura –una hormiguita, un gusanito-, y para evitar esa desgracia llevo estas campanitas a fin de advertirles del peligro y que se aparten para no pisarlas”. “Loable preocupación es ésa –lo felicitó el anciano-. Ahora cuéntame tus culpas”. “Maestro –empezó el joven bajando la cabeza, avergonzado-, soy hombre pecador. Estoy poseído por la lujuria. Mi lubricidad y concupiscencia no reconocen límites. Con infinita pena te confieso que aprovechándome de la confianza que me dispensaste al permitirme entrar en tu morada embaracé a tu hermana Raxa, a tu tía Zoldaima, a tu comadre Tevya y a tus sobrinas, Mada, Leya, Mizka, Loxa y Ruska”. “¡Grandísimo ca…! –estalló en paroxismo fúrico el Sabio de la Montaña al escuchar aquello-. ¡En la esa te hubieras puesto las campanitas, desgraciado!”… FIN.

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