Por: Catón / columnista
Le digo a mi tío Felipe que es un sentimental, y se me enoja. “De lo sentimental a lo sensiblero hay sólo un paso” dice. Me callo, desde luego –cuando hablas con el tío Felipe debes saber callar-, pero sé que estoy diciendo la verdad. Y si no juzguen ustedes. Hace algún tiempo me contó que de joven, muy joven, tuvo una novia a la que amó intensamente. “Yo no era el que soy ahora ¿sabes? Era el que debía ser. Y quise a esa muchacha a la buena, como se decía en las películas mexicanas. Pero yo era pobre –ahora también lo soy, aunque de otra manera-, y su mamá era mujer ambiciosa. Quería casar a su hija con alguien de dinero, y yo era tan pobre, yo que no tenía dinero, ni quería tenerlo. Una noche de farra un amigo me dijo algo que sentí como un insulto. Me vaticinó: ‘Vas a ser rico’. Me indigné tanto al oír eso que por poco le doy un cabronazo, a pesar de que éramos bien cuates. En fin. La mamá de mi novia la obligó a cortar su relación conmigo; le prohibió verme y hablarme. ‘No quiero que tengas ningún trato con ese pelagatos’. Un año después la casó con un ricacho que iba al casino y tenía coche. Eso me dolió hasta más allá del alma, te lo juro. No pensé en suicidarme -tengo muy desarrollado el instinto de conservación-, pero después de ponerme una borrachera que duró tres días hice algo peor que ahorcarme o envenenarme: escribí versos. Era eso o colgarme o tomarme un litro de ácido muriático. Dios tuvo compasión de mí, sobrino, y también de ti, porque esos versos se perdieron para siempre. No me canso de agradecérselo a la Divina Providencia, en la que tú crees tanto y yo no tanto. El caso es que aquella mujer calculadora, la mamá de la muchacha a la que quise, calculó muy mal. El marido que escogió para su hija era un mequetrefe que no sabía hacer otra cosa más que vestir de esmoquin y preparar jaiboles. Cuando se le murió el papá y gastó la herencia se vino para abajo. No sabía trabajar; tuvieron que ir a vivir con la mamá de ella. Un día me topé en la calle a esa señora. Tú ibas conmigo; seguramente lo recuerdas. Fue el día que me acompañaste a comprar aquel auto deportivo que tanto te gustaba ¿te acuerdas? Lo habíamos dejado en el estacionamiento y caminamos hacia la joyería a buscar un regalo para Susan. ¿Recuerdas a la Susan? La güera grandotota. Entonces tú eras un adolescente, pero cuando la veías se te quitaba lo adolescente y se te levantaba lo hombre; no creas que no me daba cuenta. Le compré el mejor collar que había en la tienda, y esa misma noche ella me dio lo mejor que había en su tienda. Tú sabes que me gusta mucho la ópera, sobrino, y Margarita la de Fausto me enseñó que las joyas son el Viagra femenino, con disculpas por la generalización. Para entonces yo ya tenía dinero; el vaticinio de mi amigo se cumplió. La madre de la que fue mi novia no lo sabía, y cuando me la topé y me preguntó cómo me había ido le contesté que no muy bien, pero que iba tirando. Le dije eso para que no se sintiera mal. Después me preguntaste por qué había mentido, y callé. Ahora ya lo sabes. Seguramente la mujer se alegró al saber que yo seguía siendo un pelagatos, y se le contó a su hija, para que no se entristeciera por no haberse casado conmigo. Eso me alegra a mí, porque cuando quisiste a una mujer siempre la sigues queriendo aunque no quieras. Esto no lo aprendí en la ópera: lo aprendí en la vida. Ahora entiendes por qué le dije a aquella señora que me había ido muy mal, aunque me ha ido muy bien, no sé si por la Divina Providencia o por la maldición que me echó mi amigo. Y no te atrevas a decirme que soy un sentimental. Si me lo dices te juro que te daré un cabronazo, aunque seamos bien cuates”… FIN.