En democracia, el oficio político del todo poderoso Presidente no es más que un recuerdo.
Confirmar esta realidad en la antesala del Primer Informe de Gobierno pudo haber descorazonado a quienes hace un año, en la inauguración de la actual legislatura, alimentaron la ilusión de que para 2013 recuperarían el ritual del día del Presidente.
En aquel momento la pretensión de diputados y senadores priistas sonó viable. Ellos harían que Enrique Peña Nieto fuera a San Lázaro cada año.
La imposibilidad de reponer o al menos actualizar la ceremonia del primero de septiembre que durante medio siglo exaltó al mandatario en turno es la mejor evidencia de las limitaciones que afronta nuestro presidencialismo para mover a México.
No importa qué partido se encuentre en Los Pinos. Ni si hay carisma o ausencia de éste. No es, pues, una circunstancia personal. Y esa es la novedad que enmarca al informe número uno del presidente Peña, quien ni siquiera podrá ir a Palacio Nacional a ofrecer su mensaje este lunes.
Sin embargo, la forma personal de asumir este entorno importa mucho y está determinando la suerte de los reacomodos del Poder Ejecutivo mexicano.
El hecho de que el propio Peña anunciara la cancelación de su viaje a Turquía para quedarse a dar seguimiento al proceso trunco de la reforma educativa y que decidiera que el acto antes fastuoso se reducirá a un discurso en Los Pinos —aceptando las restricciones de la coyuntura magisterial—, nos muestra una capacidad de rectificación y de flexibilidad, características antes ajenas a los mandatarios priistas e impensables para los nostálgicos que creyeron desenterrar el cliché de que el reloj marcaba las horas que el Presidente quería.
Adaptarse a la realidad, enfrentarla en su crudeza y no pelearse con ella. Ese parecería ser el estilo personal de gobernar del priista, dispuesto a compartir con la oposición los costos y los beneficios de ese novedoso mecanismo generador de acuerdos de futuro incierto, acaso uno de los pocos resultados presumibles del arranque de su gestión: el Pacto por México.
Porque aun cuando no se ha resuelto la crisis que desató en el gobierno y en el Congreso el rechazo de la CNTE a la reforma educativa, ha sido obvia la determinación de Peña de seguir jugándose la suerte de su administración en los márgenes de esa complicada alianza con las dirigencias que en PAN y PRD encabezan Gustavo Madero y JesúsZambrano.
Porque esos tratos que se cocinan en la mesa de negociación no se traducen automáticamente en el respaldo de las bancadas panista y perredista a las reformas.
El caso del PRD tocó fondo en esta quincena en dos escenarios. De un lado los 80 diputados —de un total de 100— que votaron en contra de la Ley General de Educación el miércoles 21, poniendo en aprietos a Zambrano, quien había orillado al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, a convencer a Peña de posponer la aprobación de la Ley General del Servicio Profesional Docente.
La otra vertiente del embrollo del PRD se da con la CNTE misma, expresión de esa izquierda “antisistémica” —según la descripción del hasta hoy presidente de la Cámara, el diputado priista Francisco Arroyo Vieyra— que a todo lo que venga del gobierno dirá que no.
El enredo es mayúsculo porque esas son las principales clientelas de los legisladores perredistas, quienes por sobreviviencia votarán en contra de cualquier reforma que pueda herir a los contingentes magisteriales de sus distritos en Oaxaca, Chiapas o Guerrero. Esta vez fueron los temas educativos. Pero pronto serán los del petróleo.
La situación de Madero tampoco es cómoda. Subestimado por sus adversarios internos, el presidente del PAN despliega la compleja estrategia de incrementar su control sobre la estructura del partido, centralizar la interlocución con el gobierno y, simultáneamente, subir el tono de las críticas hacia éste.
Si bien hasta ahora sorteó los pronósticos de que sería descarrilado por el calderonismo, el dirigente blanquiazul, que indudablemente aspira a reelegirse, afrontará en el cierre del año una encarnizada disputa por el timón blanquiazul, a cargo de Ernesto Cordero, líder de facto de sus compañeros en el Senado, un grupo clave para concretar la agenda parlamentaria del Pacto.
Y pese al riesgo que entraña hacer tratos con dos dirigentes que no siempre pueden cumplir su palabra, la apuesta presidencial sigue ahí, en esa mesa de negociaciones que proyecta a México como una democracia en proceso de institucionalizar la digestión de sus desacuerdos.
Porque a diferencia de lo que en voz baja piensan algunos de sus colaboradores y correligionarios, de que gobernarían más a gusto sin las cadenas del Pacto, Peña asume en la práctica que el tiempo de los caudillos, los tlatoanis, los hombres todo poderosos de Palacio, ha quedado atrás.
Y mientras los priistas asimilan la inevitabilidad de los yerros que antes consideraron exclusivos de quienes carecían de oficio político, el Presidente parece digerir sin pesadumbre el reparto de los daños en los tiempos del Pacto.