En la cinta “El Profesor”, Adrien Brody interpreta a un maestro sustituto que hace su mejor esfuerzo por enseñar literatura. La trama es reflejo de la crisis del sistema educativo estadunidense porque evidencia el resquebrajamiento de los valores tradicionales en los jóvenes, el abandono de las escuelas, la escasa participación de la comunidad y, lo más importante, el escaso reconocimiento a la función docente.
Muchos profesores en México tenían la ilusión de que la reforma educativa traería un marco legal que potenciaría sus capacidades. Su futuro dependería del empeño en el desarrollo profesional —no más de acuerdos gremiales— y se abriría el camino para recuperar el prestigio del docente. En otras palabras, un nuevo arreglo institucional para un proyecto de vida digno, merecido, bien remunerado y con alto reconocimiento.
Muy poco de esto tiene la Ley General del Servicio Profesional Docente aprobada esta semana. Este instrumento será eficaz para poner filtros a los nuevos docentes y para expulsar del aula a quienes no tengan ni la capacidad ni la disposición de estar frente al salón de clase. Pero para tener mejores maestros no basta con sacar a los “malos”. A los “buenos” —que son la mayoría— hay que meterlos en una carrera permanente de profesionalización. Nos quedamos con una ley con mucho garrote y poca zanahoria. Perdimos la oportunidad de convertir a los trabajadores de la educación en profesionales de la educación; prevalecieron los prejuicios y el castigo sobre el reconocimiento y los incentivos.
En diciembre aprobamos una reforma con el objetivo de plantear un nuevo paradigma para la educación pública: el derecho a una educación de calidad, entendida como el máximo logro académico del educando. El aprendizaje del alumno como eje principal de la política educativa.
Para alcanzar la educación de excelencia, necesitamos diagnósticos confiables, con instrumentos variados y técnicamente impecables que arrojen insumos para mejorar los contenidos, planes, programas, materiales y la formación de la práctica docente. Para esta tarea, los legisladores propusimos un Sistema Nacional de Evaluación instrumentado por el INEE, una institución autónoma, técnica, profesional y dirigida por cinco consejeros con el mayor prestigio académico del país.
Nos faltaba una pieza para generar un círculo virtuoso y alcanzar la educación de excelencia planteada en el artículo tercero constitucional: los maestros. La revolución del conocimiento y de las tecnologías de la información ha impactado y cambiado el concepto tradicional del maestro. El modelo prevaleciente hasta ahora, dentro del cual es válido que un maestro sólo estudie la licenciatura y pase el resto de su vida dando clases, está caduco. Hoy un buen maestro no sólo es quien enseña, sino quien aprende todo el tiempo. Los maestros miran con asombro la enorme ola de la información y el conocimiento que los ha sobrepasado. El Estado los dejó solos, y para subirlos a la cresta, debemos crear un sistema que ofrezca una formación continua y obligatoria, que les permita innovar la práctica docente. De eso se trataba el Servicio Profesional propuesto en la reforma de diciembre, y no de hacer un remedo al marco laboral del magisterio para intentar corregir los excesos que durante décadas impulsaron gobiernos y dirigencias sindicales corruptas.
El Congreso quedó anulado como espacio de debate y construcción de acuerdos por las prisas y los actos para el guión del informe presidencial. El Senado sólo contribuyó con un silencio vergonzante. Quedamos reprobados. Con esta ley no vamos a tener los maestros que nuestro país necesita. Urge trabajar de inmediato para completar la ley y garantizar la profesionalización del magisterio. Hay que lanzar una Cruzada Nacional con el objetivo de darles un nuevo aliento profesional y sentido cívico. No vamos a ganar la gran batalla por la educación desmotivando o persiguiendo a los profesores. Don Ignacio Manuel Altamirano, uno de los grandes educadores de este país, llamaba hace años a reconocer que “el magisterio de la enseñanza pública es de una importancia vital para el progreso de las naciones; es preciso levantarlo al rango de las profesiones más ilustres”. Después de todo, la realidad de toda reforma educativa dependerá de los maestros.