Cuando un país debe abrir su economía, empieza a transitar por una amplia autopista en la cual, las reglas para circular en ella deben ser aceptadas por el recién incorporado.
Uno de los resultados de la aceptación y cumplimiento de aquéllas, es que a medida que el país que decidió tomar dicha autopista eleva la velocidad, y toma las curvas cada vez con mayor confianza por la destreza adquirida al volante del nuevo vehículo, se parece más a los demás países que junto con él, buscan llegar primero a las diferentes metas que de tiempo en tiempo aparecen en la ruta.
Si bien al principio cada uno escoge su propio automóvil —el cual fue pintado y decorado de acuerdo con los gustos de cada país—, los elementos fundamentales del motor que los impulsa son, básicamente, los mismos.
Si bien hay unos de mayor cilindrada que otros, nadie de los que recorren la autopista de la globalidad está impedido a adquirir uno de esos potentes motores. Incluso, de ser su deseo, poco a poco puede cambiar la pintura y decoración del vehículo para, si así le conviene, parecerse a los modelos más llamativos.
En la autopista de la globalidad, unos van a velocidades que quizás para algunos pudieren parecerles de alto riesgo pero, ahí hay libertad total, siempre y cuando las reglas generales sean respetadas.
En los altos en el camino que tanto en tanto son obligatorios, los pilotos intercambian experiencias y opiniones; si bien al principio las lenguas en las cuales se comunican son muchas, a medida que se conocen convergen en unas cuantas; esto, en modo alguno tiene la idea de controlar al otro piloto sino facilitar la comunicación.
También, detalle no menor en esto de la convergencia, un observador externo y ajeno a la circulación en dicha autopista (pues él prefirió, en la ocasión que se le invitó a circular por la autopista, hacer su recorrido en la vieja y angosta carretera “libre” que conoce desde tiempo inmemorial pues ahí no paga cuota alguna), concluiría que todos los pilotos son del mismo equipo.
De lejos, todos los autos le parecen iguales y los colores escogidos, dice, son también similares; además, los pilotos se parecen, pues hablan y gesticulan como si fueren amigos desde siempre.
Para los que conducen un auto en la autopista, la actitud de aquél les parece un tanto rara, por decir lo menos. No entienden cómo, alguien que conduce un vehículo destartalado y en pésimas condiciones mecánicas, prefiere circular por una carretera angosta cuyas curvas y peraltes ponen en riesgo su vida.
El argumento que el invitado ofreció para no entrar a la autopista de la globalidad, fue que en su carreterita no paga cuota alguna; además, comprar un vehículo nuevo y tener que aprender a manejarlo bajo nuevas y estrictas reglas, no era algo a lo que estaba dispuesto a hacer. Afirmó, convencido, que él era único, diferente a ellos; alegó, que si lo querían ver en su moderna autopista, debían permitirle manejar su vieja carcacha bajo su Reglamento de Tránsito.
Vayamos ahora a nuestra realidad, y trate de empatar lo que digo en los párrafos anteriores con nuestra inclinación, profundamente arraigada, de querer seguir al volante de una vieja carcacha en una peligrosa carretera de dos carriles.
¿Le parece que lo visto estos días en el Congreso, es como seguir manejando una carcacha en una carretera angosta, y en sentido contrario al de los bólidos que van por la autopista de la globalidad?