Un hombre llevó a su casa un cachorro de león, separado antes de tiempo de su madre. El animal requería de muchos cuidados, mismos que le fueron brindados. Al principio el león era manso y jugueteaba con los niños, siendo una fuente de alegría para los mayores. Fue criado en casa como se hace con un bebé pequeño, un lactante, y miraba con alegría la mano que lo alimentaba mientras movía la cola con regocijo. Con el tiempo, el león creció y entonces mostró cuál era su verdadera naturaleza: como pago a las atenciones de que había disfrutado, se preparó un festín con los rebaños de su dueño. La casa que lo había recibido se llenó de sangre, y sus habitantes no podían controlar su miedo: la matanza fue inmensa. La voluntad divina había hecho que se criara en una casa normal un verdadero sacerdote de la destrucción.
El párrafo anterior es una traducción libérrima de un texto de Esquilo, incluido en su Agamenón en los versos 716 a 736. En él, hace referencia a las desgracias que Helena trajo, a la postre, a su pueblo. En tiempos modernos la historia se sigue relatando con otros nombres, otros personajes: todos conocemos la imagen del lobo con piel de cordero, de la rana que pide al cocodrilo que le ayude a cruzar el río, incluso de los cangrejos en el borde de la frontera norte. La conclusión siempre es la misma: es imposible confiar en alguien a quien su propia naturaleza le lleva a traicionar la confianza que en él ha sido depositada.
En el caso de nuestro país es un verdadero problema. Hemos confiado tantas veces, en tantas personas, que las decepciones se acumulan. Decepciones que podrían haberse evitado si pusiéramos atención en la verdadera naturaleza de las personas: o, acaso, ¿alguien puede llamarse sorprendido por la verborrea cotidiana del ex presidente que conocimos usando orejas de burro en San Lázaro? ¿O por quien, teniendo la “mecha corta”, comenzó una guerra sin saber cómo ganarla? ¿O por quienes como gobernadores han desfalcado a sus estados y ahora se regodean en su estado físico? ¿O por quien estranguló la ciudad que se le había entregado incondicionalmente?
El ejemplo más claro en nuestros días opera, en realidad, en dos sentidos. En el primero, el de la confianza depositada en las llamadas autodefensas michoacanas. Desde el centro, es muy difícil entender la naturaleza de un grupo que, armado, hace de justiciero y demanda un trato cuasi preferencial por parte del Estado. ¿De dónde salen los recursos, quién los entrena, cuáles son sus intenciones reales? Aludiendo al texto citado en el primer párrafo, ¿cuál es la naturaleza real de las autodefensas? ¿Acaso, cuando crezca el león, devorará los rebaños de quien lo alimentó?
Es fácil cuestionar cuando no se vive la cotidianeidad en la región. Cuando se comienza a centrar el enfoque y se escuchan las historias terribles de la ineficiencia total del gobierno; la subyugación de la población; el cobro de derechos de todo tipo, incluyendo el de pernada; cuando se vive la violencia y la ostentación de los grupos criminales ante una sociedad que decide, enfrentando una situación desesperada, tratar de reinstaurar un Estado de derecho que las autoridades no pueden brindarle, las cosas cambian un poco y explican, sin soslayar las preguntas naturales, un fenómeno que puede replicarse con facilidad en prácticamente cualquier entidad federativa. ¿Qué hacemos con las autodefensas entonces?
El segundo ejemplo que sirve para ilustrar el fenómeno de la desconfianza es, claramente, el de la percepción de un amplio sector de la población sobre las intenciones y acciones del gobierno federal. La inercia sicológica de los años del priismo pesa incluso sobre quienes no los vivieron, y es fuente constante de teorías de la conspiración y expectativas de fracaso que son alimentadas de acuerdo con agendas bien determinadas. Y, atención, no se trata de aducir que la desconfianza es injustificada, sino simplemente de aterrizarla en la coyuntura actual: tirios y troyanos -sí, los clásicos de nuevo, pero ahora Virgilio- crecieron y se aprovecharon del sistema anterior y ahora denuestan el régimen actual a pesar de que contribuyeron en su construcción. ¿O alguien puede creer en la ética política, económica y personal de a quienes se les cayó el sistema en las elecciones de 1988? Pues ellos mismos, que se beneficiaron del sistema en aquella época, son los que ahora esgrimen el petate del muerto como argumento para afianzar la creencia de que la Presidencia les fue robada dos veces. Ellos, sí.
Lo cual nos deja, lamentablemente, ante una disyuntiva desesperanzadora. ¿En quién podemos confiar? ¿En la derecha desarticulada que se espía entre sí y ventila sus luchas de poder y de dinero ante la opinión pública? ¿En la izquierda que no sabe sobrevivir sin la presencia de su amado líder y corre a buscarlo de nuevo, ante la realidad de su inopia intelectual? ¿En un gobierno emanado del partido que, hasta su presidente anterior, fue construido alrededor de una noción de poder más propia de regímenes autoritarios? ¿En un grupo con fines y financiamiento obscuro, que utiliza las tácticas de quienes dice son sus enemigos?
La confianza de la ciudadanía debería de ser depositada en quien tiene la capacidad, de iure y de facto, de ejercer el Estado de derecho. Sea del color que sea. Y debería estar dispuesta, también y con absoluta responsabilidad, a auditar cada uno de sus actos, para terminar con la debacle que, sin duda alguna, es la mayor que hemos vivido en el último siglo. De otra manera, seguiremos en la discusión, y contando muertes impunes, durante muchos años.