En medio de una llamada telefónica con un cliente, un importante visitante llama a la puerta de Michael Xiong: su hijo de tres años.
Xiong, un vendedor de Chibi, una ciudad próxima al epicentro del brote de un virus,es uno de los millones de chinos que, cumpliendo la orden de su Gobierno,trabajan desde casa como parte de las medidas para evitar la propagación de la enfermedad más estrictas jamás impuestas.
Después del desayuno, Xiong deja al niño de tres años y a su hermano de 10 meses con sus abuelos. El vendedor de IQAir, un fabricante suizo de purificadores de aire domésticos muy populares en las ciudades chinas que viven envueltas en smog, entra a una habitación para hablar con sus clientes e intentar encontrar otros nuevos por teléfono o correo electrónico.
Su hijo “viene a tocar a la puerta cuando estoy en una reunión, pidiendo abrazos”, señaló Xiong. “Me pongo en silencio, abro la puerta y le digo que estaré con él más tarde, y se queda conforme”.
La mayoría de los accesos a Wuhan, una ciudad de 11 millones de habitantes en la que Xiong suele trabajar, quedaron cortados el 23 de enero y varias ciudades más impusieron restricciones de viaje. Los controles impuestos a las empresas para tratar de frenar la propagación de la enfermedad, llamada COVID-19, por todo el país, afectan a decenas de miles de negocios y a cientos de millones de trabajadores.
El Gobierno amplió las vacaciones por el Año Nuevo Lunar para mantener las fábricas y las oficinas cerradas. Cines, templos y lugares turísticos cerraron para evitar que se formen multitudes. Los viajes en grupo quedaron cancelados y los empresarios demoraron sus viajar.