por: CATÓN / columnista
Te llamé porque quiero confesarme contigo. No te rías.
Ya sé que yo soy cura y tú no lo eres, pero necesito que me oigas en confesión.
A nadie más puedo decirle lo que te diré.
Decírtelo me costará mucho trabajo. Casi me estoy arrepintiendo ya de haberte hecho venir.
Lo que sucede es que no puedo irme de este mundo ni llegar al otro -si es que hay otro- cargando esta mentira.
Ahora tú tendrás que cargarla por mí.
Me dirás que para eso son los amigos, y tú lo has sido mío desde siempre.
Recuerdo cómo te sorprendiste cuando te dije que iba a entrar al seminario. Igual me habría sorprendido yo si hubieses sido tú el que me anunciara eso.
Éramos jóvenes, alegres. Nos divertíamos a todo lo que da; teníamos amigos, novias.
Y de pronto te salí con que quería ser sacerdote. Me dijiste que estaba loco.
Y sí, quizás estaba loco. Tenía la locura de Dios, que hace olvidar todas las demás locuras: la del poder; la del dinero; la de la mujer…
El día que por primera vez me puse la sotana sentí que me ponía túnica de apóstol o armadura de cruzado.
Me entregué a los estudios con ardor; vivía intensamente la vida de la fe.
En todo fui el mejor del grupo.
Mis profesores me auguraban un porvenir brillante. “¡Ay, Juanillo –me dijo un día el padre rector-.
Ya te estoy viendo de obispo. Recibe desde ahora mi más sentido pésame”.
Yo no aspiraba a ser Obispo, y menos aún soñaba con ser Santo, como decían en broma mis compañeros. Quería solamente ser un buen sacerdote.
Y a lo mejor lo he sido, si me permites la inmodestia. Llevé una vida buena; cumplí siempre mi deber; jamás di un mal ejemplo.
Ahora que me vaya –porque pronto me iré; por eso te pedí que vinieras- creo que seré bien recordado por mis feligreses.
No por mucho tiempo, claro; al cabo de un par de años ya nadie se acordará de mí.
No vayas a pensar que eso me preocupa.
Al contrario: el olvido es el paraíso que espero. Porque la verdad es que estoy viviendo en la mentira.
Esa es mi confesión; escúchala.
He dejado de creer en Dios.
He dejado de creer en todo lo que la Iglesia me enseñó, y que en otro tiempo fue impulso de mi vida.
Perdí la fe, no sé cómo ni cuándo. Estoy seco de Dios.
Cuando de él hablo en la misa tengo la sensación de que estoy diciendo falsedades. Todo lo que hago me parece engaño. ¿Entonces por qué lo sigo haciendo, me preguntas?
Porque me inspiran compasión los que sí creen; los que necesitan creer.
Por ellos sigo siendo un histrión que recita sus parlamentos sin sentirlos; por ellos sigo en la mentira; por ellos vivo esta vida de simulación.
Soy un sacerdote ateo, ¿te imaginas? Y a nadie se lo puedo decir.
A nadie puedo decirle la verdad.
A mí la verdad no me hace libre: me esclaviza, porque no puedo proclamarla.
Si la dijera dañaría a muchos.
Moriré en la mentira, pues. Ese será el mayor bien que habré hecho en mi vida.
Perdóname por imponerte la carga de mi verdad, es decir de mi mentira.
Y por favor, a nadie digas esto que te he dicho. Si yo no pude callar espero que tú lo hagas.
Carga tú solo esta carga.
Carga tú solo conmigo. Esa es tu penitencia por creer; haberte contado esto es mi penitencia por no creer.
Y no me digas nada. Cualquier cosa que dijeras sería inútil lo mismo para mí que para ti.
Déjame solo con mi mentira. Déjame solo con mi verdad. Me quedan pocos días.
A todos nos quedan pocos días.
Cuando me llegue la hora no sabré a quién pedirle perdón por haber creído, o a quién pedirle perdón por haber dejado de creer.
No sabré a quién pedirle perdón. Por eso te pido perdón a ti.
Por eso le pido perdón a Dios, aunque ya no crea en él… FIN.