Sólo con muy fina capacidad analítica y agudísima sensibilidad histórica se podría comparar la realidad mexicana de 1825 y 2013 para intentar esbozar paralelismos entre los problemas que enfrenta Peña Nieto y nuestro primer presidente constitucional Félix Hernández, conocido como Guadalupe Victoria. Después de los escándalos de la compra de votos y de las maniobras de Soriana el año pasado, no fue de admirar el empeño del actual presidente por legitimarse lo más pronto posible. En los muy lejanos años de Guadalupe Victoria, después de la caída de Iturbide, la sensibilidad política de los mexicanos casi no existía, con excepción de los muy reducidos grupos que monopolizaban la vida política del incipiente México, todavía muy lejos de formar un estado, es decir un cuerpo con legítima autoridad para imponer el orden en lo que quedaba del convulsionado virreinato de la Nueva España.
Estamos viviendo en el primer año del gobierno de Peña Nieto, que, además de la urgencia por legitimarse, enfrenta gravísimos e impostergables problemas como la seguridad y el desempleo. Guadalupe Victoria, en su primer año en la presidencia, estaba mucho más desarmado que Peña Nieto y con dificultades casi increíbles, muy difíciles de imaginar en este 2013 de globalizaciones, tratados comerciales, comunicaciones instantáneas y redes sociales. El infeliz Félix Hernández, sin la menor preparación y experiencia política, estaba al frente de un pueblo empobrecido y asustado después de once años de guerra interna y azorado con el fusilamiento del que, después de hacerlos libres, intentó infructuosamente “hacerlos felices”. Sin omitir una serie de retos de su primer año, Guadalupe Victoria enfrentó un asunto terriblemente complicado y de consecuencias para todos los tiempos futuros de México: su relación con la naciente gran potencia mundial, como eran los Estados Unidos de Norteamérica. El infeliz Victoria padeció la indeseable presencia del maquiavélico embajador y ministro plenipotenciario de los vecinos del norte: el funesto Joel R. Poinsett, quien, para comenzar, nos robó la mexicanísima flor de nochebuena, que se conoce mundialmente como la “poinsseta”. Ese robo es inocuo al lado de la política anexionista que ese señor inició, comenzando por Texas, que era parte del Virreinato de la Nueva España y del Imperio Mexicano de don Agustín de Iturbide. Baste decir que después, Luis G. Cuevas, en su libro El Porvenir de México, escribió: “puede decirse que Poinsset hizo más servicios a la Unión Americana que todos sus generales junto en la guerra de invasión (de 1846 a 1848), y que merece, más que ellos, un monumento en la colina del Capitolio”. Según José Fuentes Mares “Poinsett fue un tipo de extraordinarias dotes, perspicaz, audaz, prudente, entre sus hazañas merecen recordarse dos, sobre todo la primera: su incursión a nuestra política doméstica mediante la fundación de las logias el rito de York y el “partido americano”, y la otra, su gestión para adquirir por las buenas o las malas la provincia de Texas” (Biografía de una Nación, Océano, p. 121). Por supuesto que Texas fue solo el comienzo de la voracidad estadounidense que culminaría con la invasión y la venta obligada de California, Nuevo México y demás territorios que nos dejaron con la mitad el territorio. La invasión no fue sólo en territorios, sino en el sistema político: el federalismo en una país que, durante el Virreinato, había sido tremendamente centralista, como sigue siendo en muy buena medida en este 2013, en que todo se resuelve en el centro y luego se impone a cada uno de nuestros estados “libres y soberanos”.
Si en castellano lo normal es que el adjetivo se coloque después del sustantivo, mesa blanca, libro azul, a diferencia del inglés en el qué el adjetivo precede al sustantivo, ¿Por qué decimos “la suprema corte” y no “la corte suprema”? Muy sencillo: el sistema político mexicano lo copiamos del gringo desde tiempos de Guadalupe Victoria: simplemente se tradujo todo del “gringo” al castellano. La gringuización de México, cada día más aplastante, se inició en el primer año de la presidencia de Guadalupe Victoria y del infeliz de Poinsett, ministro plenipotenciario y embajador de nuestros insaciables malos vecinos del norte. Peña Nieto hace bien en buscar aliados muy lejos. Como dijo Porfirio Díaz “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.