Jamás nos imaginamos que los derechos de nuestros connacionales seguirían siendo violados por la primera potencia del mundo…
Hace casi diez años, circunstancias fortuitas y afortunadas me llevaron a estar presente en el anfiteatro de la Corte Internacional de Justicia, en el Palacio de la Paz, en La Haya. La atmósfera en el formidable recinto era de gran expectación, y no era para menos: nuestro país se enfrentaba, por primera vez, a Estados Unidos ante el máximo tribunal del mundo, en defensa de sus ciudadanos. Aquel día el ambiente era indescriptible. Abogados y representantes de gobierno cuchicheaban entre sí, nerviosos, en tanto comenzaba la sesión. Cuando el ujier anunció que estaba por iniciar, unos y otros tomaron sus lugares y esperaron, impacientes, a que los jueces de la corte entraran por una puerta y ocuparan sus sitios, incluyendo a nuestro juez ad hoc, el ilustre Bernardo Sepúlveda.
Lo que ocurrió a continuación se confunde en la memoria con la alegría del momento. Tras una serie de consideraciones iniciales, el fallo fue dictado a favor de la postura defendida por México, y las expresiones de júbilo de la delegación mexicana no se hicieron esperar.
Quienes tuvimos la fortuna de estar ahí teníamos la sensación ineluctable de presenciar un momento histórico, algo verdaderamente importante. La vida de al menos 51 mexicanos quedaba salvaguardada por la instancia encargada de dirimir las disputas surgidas entre estados soberanos, establecida en 1945 tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y en funciones desde 1946.
Un fallo memorable, dictado a unos cuantos metros de otros organismos, con funciones tan trascendentes como el Tribunal para los Crímenes de la ex Yugoslavia, o la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas. El derecho y la justicia vivían, en aquellos tiempos, en la pequeña ciudad que sigue siendo la residencia de los reyes de Holanda, y que los festeja con entusiasmo en la víspera del 30 de abril.
El litigio en cuestión había comenzado el 9 de enero de 2003 cuando, tras haber informado telefónicamente al consultor jurídico del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, Juan Manuel Gómez Robledo presentó, en su carácter de agente de México, la demanda respectiva al secretario de la Corte, junto con una solicitud de medidas provisionales. Los hechos eran claros: las autoridades norteamericanas habían violado las obligaciones que les impone el artículo 36 de la Convención de Viena y esas violaciones, en consecuencia, habían impedido que México ejerciera los derechos de protección que le asisten conforme a los artículos 5 y 6 del mismo ordenamiento.
En la demanda, nuestro país solicitó de la corte que declarara, y fallara, que EU violó sus obligaciones jurídicas, hacia México, en lo relativo al ejercicio de sus derechos a brindar protección consular a sus nacionales; que México tiene derecho a la restitutio in integrum; que EU tiene la obligación jurídica internacional de abstenerse de aplicar cualquier doctrina de su legislación interna de tal manera que obstaculice el ejercicio de los derechos conferidos en dicho artículo 36; que EU debe respetar las obligaciones jurídicas en comento, en contra de cualquier mexicano que se encontrare en su territorio y, finalmente, que el derecho a la notificación consular garantizado por la Convención de Viena forma parte de los derechos humanos.
En consecuencia, EU debería restaurar el statu quo ante, es decir, reestablecer la situación existente previa a los actos de detención, enjuiciamiento, declaración de culpabilidad y condenación de los nacionales mexicanos; adoptar las medidas necesarias y suficientes para garantizar que las normas de su derecho interno otorguen pleno efecto a lo previsto en el artículo 36; tomar las medidas necesarias y suficientes para establecer conforme a derecho una reparación eficaz contra la violación a los derechos violentados y, además, en vista de la práctica recurrente y sistemática de las violaciones señaladas en la demanda, brindar a México plena garantía de que tales ilícitos no volverán a producirse.
Aquel 31 de marzo del 2004 fue un día glorioso. Al salir del Vredespaleis, el sol brillaba como nunca, desde Holanda hasta los lúgubres pasillos del corredor de la muerte en las cárceles estadunidenses. Al tomar una copa de vino y brindar por la supremacía del Derecho sobre la voluntad de los gobernantes, jamás nos imaginamos que los derechos de nuestros connacionales seguirían siendo violados por la primera potencia del mundo; que las guerras e intervenciones continuarían; que quien supuestamente es nuestro gran aliado y socio comercial nos enviaría armas a través de programas oficiales encubiertos; que nuestros gobernantes serían espiados sin decoro alguno; que nos embarcaríamos en una guerra fratricida en la que nosotros pondríamos los muertos y los estadunidenses los adictos; que Vicente Fox terminaría queriendo vender marihuana en México o que, tras las certificaciones y exigencias para luchar en contra de las drogas, el mismo presidente Obama terminaría declarando que el alcohol es más peligroso que algunas de ellas. Jamás nos imaginamos, tampoco, que tres de aquellos presos involucrados en el caso Avena, incluyendo a Édgar Tamayo, terminarían siendo ejecutados en contravención clara al derecho internacional. Y nunca pensamos, sobre todo, que tras todo esto nuestro gobierno se quedaría con los brazos cruzados. Nunca.