EL NOVENARIO
El viernes se cumplió una semana de la ejecución extrajudicial de Jonathan y Eduardo, los dos niños de La Patrona, Amatlán de los Reyes. Mañana martes termina su novenario. Sin embargo, hay algo diferente en el ritual suplicatorio porque el Responsum -el rosario por los difuntos- no es para que a Jonathan y Eduardo les sean perdonados sus pecados. ¿Cuáles? No tenían, eran niños inocentes. Ni para que se les permita entrar al Cielo, pues ya están ahí desde el momento en cayeron sin vida.
No, está vez las plegarias son por los vivos, no por los muertos. En La Patrona se reza por justicia, porque los asesinos paguen su crimen. Ayer domingo, familiares y vecinos de los niños volvieron a caminar hacia Córdoba donde fueron recibidos por el obispo, Eduardo Carmona, quien apoyó su exigencia de justicia. Ante el prelado y la prensa, los dolientes repitieron: no hubo fuego cruzado ni fueron las balas de los delincuentes las que mataron a Jonathan y Eduardo. “Fue la policía”, insistieron.
Pero esa denuncia no la oye el gobernante en turno Cuitláhuac García ni la fiscal Verónica Hernández Giadáns, quienes están abocados en sostener el tinglado para darle impunidad a los agentes asesinos. Y, por su puesto, no hay avances en las pesquisas. Es más, ni siquiera hay pesquisas. Peor aún, la Fiscalía no investiga a los asesinos sino ¡a la familia!, según la denuncia de los mismos pobladores, los efectivos de la Fuerza Civil intentaron ‘sembrar’ droga a uno de los tíos de los pequeños.
Es decir, al dueño de la vivienda donde se cometió la ejecución extrajudicial le quisieron fabricar delitos, pues también buscaron involucrarlo en asuntos ilegales y hasta atribuirle el delito de robo de vehículo, alegando que el automotor que lavaban los dos niños tenía reporte de hurto. De este modo, la Fiscalía del estado va contra los deudos para salvar a los ‘gorilas’ que comanda el neoleonés Hugo Gutiérrez Maldonado.
¿Y el Wester? Sí, Gregorio Arenas apodado así y que según la Secretaría de Seguridad Pública, además de ser un peligrosísimo criminal que lidera en la región un cartel del narcotráfico y es buscado hasta por las autoridades estadounidenses, es el culpable de la muerte de los dos niños. Pues este sujeto simplemente no aparece por ningún lado. Tampoco sus huestes.
No hay evidencias forenses de que hayan estado o pasado por la vivienda donde abatieron a los adolescentes. Tampoco hay ningún detenido y los mismos lugareños niegan haber presenciado o escuchado una persecución a balazos. El ‘chivo expiatorio’ se le está diluyendo al cuitlahuismo. Todo lo policíaco y lo judicial está muy sucio en La Patrona. El gobierno alteró la escena de crimen y quiere cambiar su narrativa, pero no puede, ya que las evidencias y los testigos se lo impiden.
Además de marchar por las carreteras y calles para exigir justicia, los habitantes de La Patrona han colocado mantas en el poblado con la leyenda “Justicia para Jonathan y Eduardo. No eran delincuentes, eran niños inocentes”, mientras en las fachadas de las viviendas hay lazos blancos que no son señal de luto, sino una protesta silenciosa; un repudio generalizado contra esos criminales uniformados que siguen “comiendo tranquilamente” porque los protege el gobierno cuitlahuista, como denunciaron los familiares hace una semana, el lunes 5 de julio, cuando sepultaron a Jonathan y Eduardo.
“HERIRÉ AL PASTOR…”
Aludiendo a Amatlán de los Reyes pero en temas sanitarios, el sacerdote Julián Verónica Fernández, quien durante varios años estuvo al frente de la iglesia de los Santos Reyes y actualmente tiene a su cargo la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, en Paraje Nuevo, está en confinamiento domiciliario tras infectarse de la Covid-19. De acuerdo al comunicado de la casa parroquial, el religioso “se encuentra estable y siguiendo las recomendaciones del médico”.
Desde este espacio, le deseamos pronta recuperación a Padre Verónica, un verdadero pastor – de los pocos que hay en la Iglesia Católica- que se ha distinguido por su compromiso social, especialmente alzando la voz y acompañando al pueblo en tres asuntos que son de alta prioridad: los migrantes, las personas desaparecidas y la defensa del medio ambiente.
La enfermedad del sacerdote preocupa a todos. El ‘rebaño’ está inquieto porque sabe que se está viviendo aquello que predijo el evangelista Mateo: “Heriré al pastor y las ovejas se dispersarán”. La plegaria es porque la herida sea leve en el pastor y el rebaño se mantenga unido pues la causa los necesita a los dos.
Lamentablemente, en el último par de semanas la pandemia de Covid-19 ha golpeado la comunidad sacerdotal de Veracruz y suman tres los fallecimientos recientes. Ayer murió el responsable de la parroquia de San José Obrero de Tetelcingo, en Coscomatepec, también en la zona centro, Isaac Morales, y a finales de junio pereció Anastasio Rodríguez quien estaba al frente de la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en Rinconada, municipio de Emiliano Zapata. También se conoció el deceso de Liboria García, la superiora del convento de las Misioneras Eucarísticas, localizado en Coatepec.
Hay que decirlo con puntualidad: el contagio de los religiosos y las consecuencias fatales en algunos casos, mucho tiene que ver con el relajamiento de las medidas de protección sanitario en las sedes de culto. En realidad fueron pocos los templos donde se guardaron las medidas para no propagar el virus pandémico, y desde mediados del año pasado en muchos se reanudaron las ceremonias eucarísticas, procesiones y rezos aun cuando se tenía -y se tiene – la peste encima.
El fin de semana, la Arquidiócesis de Jalapa dedicó su comunicado semanal al tema de la Covid-19 pidiendo a la feligresía “no bajar la guardia en la aplicación de medidas sanitarias con el fin de detener los contagios”. Empero, paradójicamente ese alegato es como un llamado a misa porque ni siquiera los sacerdotes lo cumplen. Los templos siguen abiertos y las misas concurridas. Y ambos se convirtieron focos de contagios -en Francia les llaman “clusters” y en España “macro-brotes”-.
Por eso, es una contradicción lo que se afirma en el comunicado diocesano de que “la Iglesia no puede cerrarle las puertas a todos los que llegan necesitados de una palabra de consuelo y de ayuda”, porque no se trata de impedir la fe, sino de evitar la infección. Si se quiere aplicar la lógica cristiana al suspender las ceremonias que son verdaderas citas para adquirir el virus, se regalaría “vida en abundancia” al pueblo. ¿No lo prometió así Jesucristo? La incongruencia y la pandemia desnudan los “pies de barro” de los jerarcas religiosos.
En Córdoba, por cierto, hay “macro-brotes” en sucursales bancarias, en varios negocios, en sedes judiciales y hasta en palacio municipal. Ahí están peor que los sotanudos, porque lo irresponsables gerentes y los funcionarios públicos obligan a los empleados a laborar en condiciones precarias –sin medidas de protección para no exponerse al contagio- y arriesgar su salud. Sobre ellos pesa la propagación de la plaga.
ALLENDE, EL EXTERMINIO
Supe de la masacre en la comunidad de Allende, Coahuila a principios del 2015 -una disculpa al lector por usar la primera persona- y fue alguien no mexicano quien me la contó. Un compañero de estudios originario de Manizales, Colombia, me preguntó por ella. ¿A poco no sabes, fue casi igual que en Boyajá?, me dijo. En Boyajá, un pueblecito ubicado en la región del Chocó, en el Pacífico colombiano, asesinaron a más de un centenar de personas el 2 de mayo del 2002, durante un enfrentamiento entre guerrilleros y paramilitares.
La gente para huir de la refriega, se refugió en la iglesia del Cristo Mutilado y en esas crueles coincidencias del destino, casi la mitad de las 300 personas que ahí se escondieron fueron destrozadas por un cilindro explosivo lanzado por los paramilitares que perforó el techo del templo, cayendo en medio de la multitud. Los paramilitares dijeron que los que se encontraban al interior del edificio religioso eran las “bases” de la guerrilla. Murieron 119 y 98 más resultaron heridos, algunos con secuelas y mutilaciones permanentes.
Apenas en el 2019 se logró el duelo colectivo en Boyajá luego de 17 años de indagatorias, recuperación de restos humanos, el desahogo de expedientes y una ceremonia simbólica con 119 pequeñas urnas blancas y marrones. La iglesia del Cristo Mutilado sigue en ruinas, solo sus muros están en pie y es un monumento-recordatorio de la peor masacre en los más de cincuenta años de guerra en Colombia.
En Allende, 300 personas fueron asesinadas por sicarios de Los Zetas que del 18 al 21 de marzo del 2011 tomaron el pueblo para realizar una carnicería. Allí, las casas que siguen de pie también son una suerte de monumento al horror que vivieron sus habitantes. La masacre fue silenciada durante tres años por el gobierno -el civil y los militares- y se conoció por el reportaje “How a Mexican Cartel Demolished a Town, Incinerated Hundreds of Victims, and Got Away With It” (“Cómo un cartel mexicano demolió un pueblo, incineró a cientos de víctimas y se salió con la suya”) del periodista regiomontano Diego Enrique Osorno, publicado en diciembre del 2014. Como siempre, un periodista fue quien rompió el silencio oficial.
Luego, en el 2017, el investigador Sergio Aguayo realizó para el Colegio de México el reporte “El yugo Zeta. Norte de Coahuila, 2010-2011” que documentó la matanza con el rigor de la investigación académica -es lectura obligada-. Ahora, la masacre de Allende llegó a la pantalla digital a través de la plataforma Netflix que lanzó la serie llamada “Somos” basada en la investigación “The Making of a Massacre” -traducida al español como “Anatomía de una masacre”- de la periodista norteamericana Ginger Thompson. Hay que verla con cuidado y la advertencia de la crudeza en la relatoría, aunque es lo que sucedió y es deber de todos no cerrar los ojos porque se trata de nuestro Boyajá.