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El milagro de la renovación

Superiberia

Pasadas algunas horas de la canonización de dos figuras relevantes de la Iglesia católica, Angelo Giuseppe Roncalli (Juan XXIII) y Karol Wojtyla (Juan Pablo II), papas ambos, conviene traer a la memoria la gran aportación que tuvo para el mundo religioso de aquellos años (los 60) la realización del Concilio Vaticano Segundo, al que convocara por vez primera el jerarca italiano el 25 de enero de 1959 y que inaugurara el 11 de octubre de 1962.

Revisando los textos conciliares que se publicaron tras su clausura el 8 de diciembre de 1965, impresiona la exacta coincidencia de las reflexiones de aquellos años con los tiempos que vive la humanidad en este siglo XXI. En la Constitución Apostólica publicada con la convocatoria oficial al Concilio, el 25 de diciembre de 1961, se menciona: “La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un nuevo orden se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas más trágicas de la historia”.

Es altamente sorprendente la actualidad de dichos argumentos esgrimidos con motivo de la necesidad de realizar una reunión mundial de jerarcas del catolicismo justo en la segunda mitad del siglo XX golpeado por crisis mundiales tanto sociales como económicas, en parte por la llamada Guerra Fría. Pareciera que dichos documentos corresponden a los tiempos actuales que vive el ser humano sobre la tierra.

Y luego agrega: “La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán desordenado por los placeres de la Tierra, que el progreso técnico pone con tanta facilidad al alcance de todos, y, por último, un hecho completamente nuevo y desconcertante, cuál es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos”. Nada más actual que estas reflexiones surgidas del Concilio Vaticano Segundo.

Ése fue el gran milagro conseguido por Juan XXIII tras su asunción al “trono de San Pedro” el 28 de octubre de 1958. Y a pesar de su corto pontificado (murió el 3 de junio de 1963) logró lo que muchos papas ni siquiera intentaron: sentar las bases de lo que sería el nuevo “sello” de una pastoral renovada de la Iglesia católica que prevaleció durante la segunda mitad del siglo XX y que inspiró a Juan Pablo II en el duro trayecto de llevar a esa institución milenaria a pasar el umbral del siguiente milenio en el que nos encontramos actualmente.

Con su: “No tengáis miedo”, pronunciado en la Plaza de San Pedro el día en que fue elegido Papa (16 de octubre de 1978), el cardenal Wojtyla lanza un mensaje de esperanza a la humanidad frente a las crisis que no nos han abandonado desde hace varias décadas. En una entrevista por escrito que le hace al papa polaco el periodista italiano Vittorio Messori, publicada bajo el título: Cruzando el umbral de la Esperanza (Editorial Plaza&Janés) el reportero le pregunta: ¿Puede el hombre, y cómo, llegar a la convicción de que Dios verdaderamente existe? Y Wojtyla contesta haciendo referencia a un texto del Concilio Vaticano II, de la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes” (Gozo y Esperanza) sobre la Iglesia en el mundo actual: “Realmente, los desequilibrios que sufre el mundo moderno están ligados a ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano”.

En su discurso dirigido a los jóvenes reunidos en la Jornada Mundial de la Juventud, en Toronto, Canadá, el 28 de julio de 2002, san Juan Pablo II, visiblemente mermado en su salud, se refiere al contraste entre el desarrollo tecnológico que ha traído progreso material y la crisis moral que vive la humanidad: “Preguntarse sobre qué bases es necesario construir la nueva época histórica que emerge de las grandes transformaciones del siglo XX. ¿Bastará apostar por la revolución tecnológica en marcha, que parece regulada únicamente por criterios de productividad y de eficiencia, sin ninguna referencia a la dimensión religiosa del hombre y sin un criterio ético universalmente compartido?”.

La respuesta, claramente, nos la ofrece el drama que provocan la miseria, el hambre y la injusticia que hoy vive la humanidad.

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