En cualquier nación donde el respeto al Estado de derecho es el eje de la vida pública, sería obligado arquear las cejas si una coalición parlamentaria que reúne a las tres fuerzas políticas principales del país acordara públicamente que todas ellas actúen “bajo estricto apego a la Constitución y a las leyes que de ella emanan”.
Tal declaración movería al asombro, seguido por la sensación de que las dirigencias partidarias amanecieron de buen humor, dispuestas a tomarle el pelo a la ciudadanía.
“¿En serio?”, se preguntarían los receptores de tan estrambótico anuncio.
Pero no en México. Acá las cosas suceden de modo distinto. Aquí no existe la soberanía de la norma, por más que la clase política quiera convencernos de que las leyes conducen el cambio social.
Sinceramente no me atrevería a decirle cuándo se inició nuestra costumbre de supeditar el marco legal a las necesidades inmediatas de la élite dirigente. No me extrañaría que fuera una herencia de nuestro pasado español, pero para no atribuirle el origen de todos nuestros males a la Conquista, digamos que así decidimos organizarnos desde nuestra independencia como nación en 1821.
México promulgó su primera Constitución en 1824, pero para la siguiente década ya se había desdicho de ella. En 1836 se aprobaron las llamadas Siete Leyes, una Carta Magna de corte centralista. Éstas fueron reemplazadas por el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, que restauró el federalismo.
Tal fue la historia de la vida pública mexicana en el primer cuarto de siglo de su historia: la norma como resultado de la confrontación bélica entre facciones, o bien, por el pacto entre las élites.
La vigencia de la Constitución de 1857 fue interrumpida por la intervención francesa de 1862-1867. Cuando ésta fue derrotada, la República Restaurada consistió en el dictado de medidas extraordinarias por parte del presidente Benito Juárez, a cuya muerte siguió poco después la dictadura de Porfirio Díaz.
Al triunfo de la Revolución Mexicana se promulgó la Constitución de 1917, que en sí misma fue una reforma de la de 1857 y que ya ha sido modificada más de medio millar de veces.
Comparémosla, ¿por qué no?, con la Constitución estadunidense. Ésta entró en vigor en 1789 y sólo ha sufrido 27 cambios o enmiendas desde entonces.
Con cinco reformas constitucionales por año, en promedio, la clase política ha pretendido convencernos de que cada vez que se cambia la Carta Magna y ajustan las leyes que de ella emanan, más cerca estamos de la perfección.
Sin embargo, paralelamente, encuentra siempre excusas para justificar el incumplimiento de la norma.
Fast forward al momento actual. Acaba de aprobarse la modificación al Artículo Tercero constitucional, una “reforma de gran calado” que supuestamente acabará con la tradición de crear plazas de manera automática para los egresados de las escuelas normales, que impedirá que éstas puedan ser heredadas o asignadas al mejor postor y que sujetará a los profesores aspirantes al rigor de un examen de oposición, y a los actuales maestros a una evaluación para mantener sus posiciones.
Y, sin embargo, se tolera una sublevación contra la reforma en los estados de Guerrero, Michoacán y Oaxaca, donde maestros y normalistas se violentan para mantener el statu quo, a pesar de que esto vaya en detrimento de los niños de México.
Poco importa que los números muestren que 1) los maestros rebeldes sean minoría en sus estados, y más aún a nivel nacional, y que 2) los resultados de su labor como educadores hayan generado unos resultados penosos en comparación con otras entidades.
Las autoridades estatales y federales dan a un pequeño grupo de profesores disidentes un papel de interlocutor válido y, al hacerlo, niegan el discurso de poner por delante la necesidad de anclar el desarrollo nacional en la educación pública.
Es imposible pasar por alto la esquizofrenia y la conveniencia política que esto representa.
En un afán de no perturbar la estabilidad interna de los partidos que conforman el Pacto por México, así como por miedo a que se acuse a la autoridad de “represora”, se olvidan las afectaciones a la ciudadanía que representan las medidas de protesta del magisterio disidente, la mayoría de ellas violatorias del Estado de derecho.
Nuevamente, y por seguir con la tradición surgida en el siglo XIX, se imponen los pactos de la élite por encima de la letra de la ley.
¡Qué contradicción con el discurso de la clase política sobre la preminencia legislativa! ¿De qué sirve el Congreso si la ley se aplica a conveniencia? ¿Cómo justificar la protesta de las autoridades de respetar la Constitución? Vaya usted a saber.
Un discurso de corrección política quiere imponer a los mexicanos la aceptación del secuestro de policías y el saqueo de mercancías por parte de personas encapuchadas como medidas de protesta aceptables aunque la ley diga que son delitos graves.
Y la autoridad federal parece dispuesta a transigir, aunque siga manteniendo en público la posición de que quiere “mover a México”.
Personalmente no veo la manera de lograr ese propósito sin una firme creencia de que la violación del Estado de derecho es perniciosa para la democracia y la construcción de una sociedad más igualitaria, una convicción expresada por la ONU en su última Asamblea General, en septiembre pasado.
No veo cómo “mover a México” sin romper con el imperio de la componenda que priva desde nuestros orígenes como nación. Aunque no se pueda negar que la ley debe reconocer la realidad, es indudable que la enorme mayoría de las naciones exitosas en el mundo moderno han hecho del respeto estricto del Estado de derecho uno de sus pilares más sólidos.
Transigir con la ilegalidad, incluso con el propósito de obtener la aprobación de reformas importantes para el país, niega el Estado de derecho. Sin éste, ¿cómo podemos confiar en que el nuevo marco legal que se busca construir sea útil? ¿Cómo podemos creer que no vamos a repetir el escenario que nos ha aquejado desde hace casi dos siglos?
Por eso me desconcierta el texto del addendum del Pacto por México, en particular el compromiso para respetar la legalidad. ¿Acaso la norma no vale por sí misma? ¿Hace falta que los partidos que lo suscriben prometan cumplir lo dispuesto por la Constitución? ¿Por ese camino se quiere transitar a una nueva legalidad? ¿Así se mueve a México?
He comentado varias veces aquí que el Pacto por México puede ser un medio efectivo de transformación del país. Sin embargo, los partidos no nos hacen el favor de respetar la Constitución. Y ninguno de ellos es un baluarte de legalidad.
La reforma de las leyes no implica un cambio de mentalidad. Sin la disposición clara de la clase política de hacer valer la Constitución y las leyes que de ella emanan —más allá de declaraciones perogrullescas y bien intencionadas—, no habrá un rumbo distinto.
Sin duda, el patrimonialismo es grave, es una afrenta para la democracia. Qué bueno que el Pacto por México haya decidido atacar prácticas como las que se han exhibido en Veracruz, pero, ¿qué pasa con otros delitos, como los que hemos visto recientemente en las calles y caminos de Michoacán y Guerrero? ¿Cuándo ameritarán éstos la aplicación de ley con la voluntad política compartida de los tres principales partidos del país?
La única manera de construir un país de legalidad es aplicando la ley de manera pareja para todos. De otro modo, las reformas que el gobierno federal se ha propuesto pasar, apoyado en el Pacto por México, serán un simple ejercicio estético y escenográfico cuya validez en el tiempo será determinada por las siguientes elecciones.