Seguro ya se definió el nombre de quien ocupará o seguirá ocupando en enero la Casa Blanca, pero ello abrirá una serie de incógnitas a despejar por el presidente de México que llegará a Los Pinos el ya inminente 1 de diciembre. El hecho de que coincida el arranque de los dos gobiernos cada dos periodos sexenales de aquí —con cada tres cuatrienios de allá— abre ciertamente oportunidades y retos, pero sobre todo enigmas que no se aclararán con la próxima llamada telefónica en que —el de aquí y el de allá— se prometerán un trato de amigos.
Así, un “amigo americano” acompañará a un “amigo mexicano” en sus siguientes años presidenciales. Los dos, al frente de países heridos. El de acá no saldrá fácilmente de la espiral de violencia en que lo metió su actual gobierno. El de allá permanece desde hace años en un suspenso económico y una polarización política y social que se hicieron evidentes en el proceso electoral que ahora llega a su fin. Y todo esto no puede sino traer un clima de suspenso a la relación, acaso comparable al generado por Patricia Highsmith, la escritora texana de El juego de Ripley, la novela que llevó al cine, justo con el nombre de El amigo americano, el siempre sorprendente director alemán Wim Wenders.
Es cierto que no está desahuciado alguno de los dos amigos, como en aquel relato. Y habrá que esperar que ninguno le encargue al otro un trabajo criminal, como se dramatiza en las dos versiones cinematográficas de la novela, si bien aquí ha corrido con éxito la narrativa de la izquierda de que la estrategia anticriminal del actual gobierno —que logró criminalizar la vida mexicana— se puso en marcha por encargo al presidente Calderón de los amigos americanos W. Bush y Obama, hace seis y cuatro años.
Hipódromo global
Hoy es el día después de las emociones del gran espectáculo mediático: la carrera estelar que excitó al mundo desde ese formidable hipódromo global en que se convierten cada cuatro años las elecciones de Estados Unidos, seguidas en tiempo real por todas las naciones del planeta a través de coberturas prodigiosas de los medios, con enviados de prensa de todo el mundo que ponen el tema a la cabeza de las agendas locales en los puntos más remotos del universo.
Pero al final, sería sólo una parte de los estadounidenses los que habrían determinado quién se quedaría en la Casa Blanca, una vez que algo más de la mitad de los votantes consideraron que el elegido podría aliviar su maltrecha economía —aunque la otra mitad piense lo contrario—, además de que decidieron con su voto que compartían la concepción ganadora sobre lo que debe hacer o no hacer el gobierno, aunque casi el mismo número de electores no la comparta.
Amigos y signos vitales
En esas condiciones es poco lo que puede esperar a su vez la mitad de los mexicanos que en las encuestas de esta semana se mostraron interesados en la elección estadounidense y siguieron anoche el conteo como si se tratara de una elección propia. México no estuvo en la agenda de la campaña electoral ni aparece como sujeto activo en el radar del gobierno estadounidense.
Ello a diferencia de hace 24 años, con el inicio en paralelo de los gobiernos de Salinas y Bush padre, en que se abrió una era de relaciones que, sólo con la exportaciones del TLC, permitió sortear crisis y oxigenar la economía nacional por un cuarto de sigo. O de hace 12 años, cuando coincidió el inicio de los gobiernos de W. Bush y Fox con la expectativa de la alternancia democrática que volvió a poner a México en el mapa. Pero 12 años después, México aparece irrelevante, acaso como un problema de seguridad a mantener bajo control.
De allí los enigmas que se abrirán tras la próxima llamada telefónica en que Peña Nieto y el ganador de ayer se prometerán un trato de amigos. Habrá que ver los signos vitales que observen entre sí el “amigo americano” y su nuevo “amigo mexicano”, para determinar si hay condiciones para abrir una nueva era compartida de sanación, recuperación y robustecimiento de dos países heridos.
Académico