Cuando algunos de sus discípulos le preguntaron a Confucio la manera en la que comenzaría a gobernar un país, respondió: “Yo quisiera mejorar el lenguaje”. Sus discípulos le dijeron que esa respuesta no tenía relación con su pregunta. Confucio aclaró: “Si el lenguaje carece de precisión, lo que se dice no es lo que se piensa. Si lo que se dice no es lo que se piensa, entonces no hay obras verdaderas. Y si no hay obras verdaderas, entonces no florecen el arte y la moral. Si no florecen el arte y la moral, entonces no existe la justicia. Si no existe la justicia, entonces la nación no sabrá cuál es la ruta: será una nave en llamas y a la deriva. Por esto no se permiten la arbitrariedad con las palabras. Si se trata de gobernar una nación, lo más importante es la precisión del lenguaje”.
No sólo los cabalistas saben del poder de la palabra. En versos conocidos, Borges recordó que el griego afirmaba en el Cratilo que en las letras de rosa está la rosa “y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Álvaro Cunqueiro refería que las ciudades estaban asimismo contenidas en un nombre secreto, cambiante, y que quien lo conocía, podía poseerla; uno de los de Toledo fue Fax, que también cifró en otro tiempo a Roma. El nombre de Dios, se sabe, debe permanecer arcano por su omnipotencia.
Y, sin embargo, el lenguaje puede corromperse, con lo cual no sólo se pervierte una representación del mundo, sino que a veces se trastoca cierto devenir de las cosas humanas.
Algunos retóricos han enseñado que la palabra también permite demostrar la conveniencia de cualquier idea, pero que puede servir para crear confusión e inducir al caos. Aunque podría creerse que las leyes pueden reducirse a algunos principios elementales, su ambigüedad en algo procede de un idioma inescrutable y artificioso, desagradablemente antinatural, que acaso evidencia un pensamiento imbrincado que lo permite todo.
A veces las palabras parecen desgastadas, hueras e insuficientes, por lo que quizá se crean expresiones para tratar de suplirlas, las cuales ni siquiera llegan a convertirse en tópicos y reducen con frecuencia una conversación a su vaga reiteración.
Elías Canetti creía que “los hombres se hablan unos a otros, pero no se entienden; que sus palabras son golpes que rebotan contra las palabras de los demás; que no hay ilusión más grande que el convencimiento de que el lenguaje es un medio de comunicación entre los hombres. Hablamos con alguien, pero de forma que no nos entienda. Seguimos hablando, y el otro entiende aún menos. Gritamos, él nos devuelve el grito, y la exclamación, que en el ámbito de la gramática lleva una vida miserable, se apodera del lenguaje. Los gritos rebotan de un lado a otro como pelotas, reparten sus golpes y caen al suelo. Raras veces llega a penetrar algo en el otro, y cuando esto ocurre es más bien algo distorsionado.
“Pero esas mismas palabras que resultan incomprensibles, que tienen un efecto aislante y crean una especie de fisonomía acústica, no son raras o novedosas ni han sido inventadas por esas criaturas atentas a su singularidad: son las palabras que la gente utiliza con más frecuencia, frases conocidísimas y repetidas cientos de miles de veces; y de ellas, justamente de ellas se sirven para manifestar su terquedad. Palabras hermosas, feas, notables, vulgares, sagradas, profanas: todas van a dar a ese depósito tumultuoso del que cada cual extrae lo que mejor se aviene con su pereza y lo repite hasta hacerlo irreconocible, hasta que dice algo muy distinto, lo contrario de lo que alguna vez significó”.
También esa incontinencia locutoria se ha convertido en un negocio, en el que se paga por hablar por teléfono hueramente, sin importar la escucha, sólo por hablar…
Juan Rulfo aseguraba que eso de hablar era una costumbre del Distrito Federal, no del campo, que en el campo nadie habla.
Y, sin embargo, en el principio fue el Verbo…