Por: Gilberto Nieto Aguilar / columnista
En la palabra está el origen. Nace la filosofía como una nueva forma del logos, al que puede llamársele “razón”, pues anuncia a un hombre nuevo, el “animal racional” como creación histórica. Antes de la filosofía el hombre había procurado explicar, en forma mítica, divina o mágica, el origen de las cosas, sus causas, relaciones y formas, y el origen del hombre y sus gobiernos. En los argumentos que ofrece la razón, se expresa una intención peculiar, desconocida antes, sobre la relación del hombre con el ser (Eduardo Nicol, El porvenir de la filosofía FCE, México, 1972).
Sin embargo, la nueva forma de ver y ser no es resultado de una sustitución, sino más bien de un enriquecimiento en la manera de observar e interpretar la vida, el mundo y las cosas. El logos obtiene la preeminencia de un rasgo esencial del hombre porque debe definirse a sí mismo. Esto hace explícita la relación entre la forma de ser y la forma de expresar. Ahora, la filosofía es crítica en sí misma porque nació sabiendo su naturaleza, y cada uno de sus actos implica ese saber, que se afinca en la reflexión que sobre sí misma hace.
Con el acto libre de pensar se implanta en el mundo algo que antes no estaba ahí, algo que la naturaleza no produce, pues no está requerido para la subsistencia, pero que puede cambiar profundamente la existencia vital. Con el acto de pensar, el hombre puede sobreponerse a sí mismo, a las limitaciones de su estado natural. Con el tiempo, los pensadores habrán de reexaminar la clásica cuestión del fundamento de la filosofía y de la ciencia en general. El filósofo aporta su curiosidad, su amor a la verdad, su admiración por el desarrollo cognitivo humano, su gusto por el perfeccionamiento moral y social. Va tras la gran utopía, el hombre superior, la especie que se vence a sí misma para mejorar, que es el motor que ha movido a la humanidad entera para buscar respuesta a las preguntas fundamentales, planteándose objetivos, cuestionando el confuso mundo que le rodea, desconfiando de las tendencias, examinando las corrientes diversas de pensamiento, concluyendo, sintetizando, complementando, creando, siendo siempre honestos.
El pensador es el gran vigilante. Quiere satisfacer la necesidad de ver claro alrededor de él, pero sobre todo en su interior. Por ello es el eterno pensador, el sempiterno cuestionador, el perenne indagador. Como dice Nicol, “filosofar es dialogar: es un acto de esperanza compartida”. No podemos ni siquiera pensar que desaparece el interlocutor, que ya no hay alguien con quien se pueda compartir un pensamiento, una philía por dialogar una sophía.
Debemos sostener la esperanza en la razón, aún cuando lo racional ya no sea razonable, o la razón esté mediatizada. Recordando a don Quijote, aún cuando la sinrazón de la razón quiera imponerse, aún cuando ser y pensar parezcan demencia. Habría que resucitar las intenciones vitales que movieron al hombre a filosofar; la importancia de dar razón de la existencia y de lo que se ha hecho de ella, de buscar el fin último de las cosas, la verdad final de la existencia, las razones para coexistir y para salvar y mejorar la vida del planeta.
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