Por: Gilberto Nieto Aguilar / columnista
Hola, mi nombre poco importa. Soy Pedro, José o Juan. Con el tiempo la ingratitud de las personas hace que los nombres se esfumen y sólo sobreviven en el lejano recuerdo del árbol genealógico, si es que viene al caso comentarlo, en alguna esporádica reunion familiar mientras esperan que se carguen los celulares y tabletas del mundo digital de cada personaje concurrente.
Nosotros, los ancianos, tenemos una excelente memoria retrospectiva pero una mala memoria del instante presente. Recordamos con precisión cosas que pasaron hace mucho tiempo y olvidamos con facilidad las cosas que estamos haciendo o acaban de suceder. Es algo que a muchos les parece un dato extraño.
Dicen que tomar agua fresca y limpia nos puede ayudar mucho para reactivar esa memoria traicionera. Pero esa deficiencia propia de la edad –y también de la nostalgia– nos hace hablar del pasado, de la enorme riqueza de recuerdos que rondan nuestros sueños y nos acompañan siempre en los momentos de soledad, de angustia, de hastío, de enfermedad, de lejanía, de abandono.
Con el tiempo, las cosas adquieren nuevas dimensiones. Los años nos dan un poco de sabiduría y podemos ser más sensatos en nuestras opiniones. Los intereses mundanos no significan lo mismo que 20 ó 30 años atrás, e incluso la política pierde importancia. Ya no nos apasionamos con las falsas promesas del político que hace vibrar a las masas y sabemos, casi por intuición, que los cambios necesitan de tiempo, voluntad y circunstancias extremas para transformar a una sociedad.
Para muchos un anciano es una persona achacosa, estorbosa, poco interesante, anacrónica, incómoda. Una especie de pieza de museo sin valor histórico o pecuniario, con la cual no tiene caso perder el tiempo porque les puede atrapar con sus quejas y dolencias, sus necesidades y sus interminables historias de vida. Somos como niños latosos a los que nada nos acomoda, felices y tiranos cuando logramos atraer la atención de alguien.
No importa quién hayamos sido, nunca nos preparamos para la vejez. Las sociedades actuales han perdido el respeto y el reconocimiento a los ancianos, mientras prosperan sin sentido humano, enajenadas por la frialdad de las tecnologías y la glamorosa sensación de un poder ficticio, que ahoga el pensamiento consciente bajo los efluvios de una repetición inconsciente de consignas en todos los idiomas y puntos geométricos del planeta.
Nuestras tradiciones tenían un sentido y una razón de ser, siempre alusivas a fuerzas superiores a la voluntad colectiva e individual. Eran rituales que nos recordaban lo fácil que es extraviarnos por los senderos de la vida y nos indicaban los caminos de nuestros ancestros. Los ancianos más sabios eran venerados y respetados. A ellos se acudía en busca de consejo.
Hoy la humanidad es tan extensa, tan laxa, tan diversa y parecida a la vez. Se quiere vivir rápido y mucho, sin alcanzar a atrapar ninguna esencia. Se quiere ser, pero se teme serlo. Existe un grave riesgo de que los futuros ancianos no alcancen a recoger las semillas de la sabiduría para sembrarlas en sus campo de vida.