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El diablo no era Gordillo

Superiberia

En Chiapas, en 1994, los zapatistas efectuaron su levantamiento armado ejecutando distintos actos de violencia, la mayoría dirigidos contra personajes o instituciones gubernamentales, secuestraron a un ex gobernador e incluso le “declararon la guerra” al Estado mexicano, pero después de diez días de confrontaciones entraron en una lógica de negociación, no exenta de diferencias que de una u otra forma se mantiene hasta hoy. Pero la impunidad ahí quedó como marca.

Años después, en Atenco, un grupo de manifestantes, muchos de ellos relacionados con grupos afines al EPR y otras organizaciones armadas, con una serie de acciones muy violentas lograron que el Gobierno federal se echara para atrás en su decisión de construir un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México. Fue decisivo para la pérdida de credibilidad de la administración foxista, pero fue también, en muy buena medida, la apertura de la puerta a la impunidad para los actos de violencia social, impunidad que alcanzó todo tipo de delitos: desde el secuestro y la amenaza de muerte de funcionarios rociados con gasolina en una plaza pública (poco después la amenaza se convirtió en realidad en Tláhuac) hasta la toma de oficinas gubernamentales durante semanas.

El desalojo de Atenco estuvo jaloneado por acciones que fueron calificadas por la CNDH como violaciones a los derechos humanos. Violaciones que si se cometieron son injustificables, tanto como las acciones violentas cometidas por esos grupos políticos.

No había terminado de suceder Atenco cuando una ola mayor de violencia sacudió a Oaxaca. La APPO, junto con la Sección 22 del magisterio, tomaron la ciudad y, otra vez, un intento de desalojo mal realizado, les dio la coartada para cometer todo tipo de tropelías. El gobierno de Ulises Ruiz podía ser o no defendible, pero lo que hizo la APPO en Oaxaca fue injustificable. Tardaron meses las autoridades en recuperar la ciudad y ésta difícilmente se ha recuperado de los costos de aquella toma. La impunidad fue la norma.

Antes de lo ocurrido en estas semanas en Guerrero y en menor medida en Michoacán, se sucedieron los hechos violentos relacionados con la Coordinadora, en esos estados, pero también en la propia Oaxaca, en el DF, en Chiapas, en otros puntos del país. Ese tipo de acciones no era aceptable ni justificable, pero nunca hubo castigos, ni cuando se sacaba a golpes a una dirigente del sindicato de una estación de radio en Morelia para llenarla de chapopote y plumas en la plaza pública, ni cuando se prendía fuego a la histórica puerta de la SEP en el DF; tampoco cuando moría un modesto trabajador intentando apagar el fuego generado por los manifestante en una gasolinería en la Autopista del Sol, en Chilpancingo. 

Cuando se destrozó el centro de la Ciudad de México el pasado 1 de diciembre, la Asamblea Legislativa del DF se apresuró a modificar el Código Penal para que nadie fuera a la cárcel y la Comisión de Derechos Humanos de la ciudad sacó una dura condena… de las fuerzas de seguridad que trataron, bien o mal, de controlar la situación.

A finales del año pasado, con mi compañera Bibiana Belsasso publicamos el libro La élite y la raza (Taurus, 2012), donde sosteníamos que la Coordinadora era el mayor peligro y el mayor dique para cualquier reforma educativa y que, al contrario de lo que era la opinión dominante, ese obstáculo mayor no lo constituían el SNTE o Elba Esther Gordillo, con la que existían otro tipo de disputas, personales, políticas o de otro tipo (hasta éticas si se quiere), pero que por allí la reforma podía transitar. No por la Coordinadora que haría, para oponerse, todo lo que estuviera a su alcance, como lo que ahora estamos viendo. La opinión y el libro (que se acompaña de un documental que presentaremos en el programa Todo Personal, en Proyecto 40 el próximo domingo a las 21 horas) no gustaron en ciertos ámbitos porque no eran políticamente incorrectos: el diablo era Gordillo y había que exorcizarlo. Y así se hizo y La Maestra probablemente cometió tantos errores políticos que era lógico que así terminara. Pero el peligro real, el diablo que se quería exorcizar, seguía siendo, y hoy lo podemos ver en toda su extensión, la Coordinadora y los grupos que operan dentro y junto a ella. Grupos que se han potenciado por el aprendizaje y la impunidad de que han gozado. Y que están dispuestos a todo, hasta a prender fuego con gente dentro (como los narcos del Casino Royale) a la sede de todos los partidos y a reconocer que ellos sí lo hicieron (desmintiendo la versión del gobierno estatal de que habían participado “provocadores”). Grupos que enfrentarán con violencia cualquier reforma que vulnere sus intereses particulares, que objetivamente van en contra de la educación pública y que fomentan la privatización de la misma, desacreditando a miles de maestros que día con día cumplen, muchos en las condiciones más difíciles, con aciertos y errores, con su responsabilidad de educar.

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