El pasado sábado 22 de febrero México se detuvo. La noticia de la captura de “El Chapo” Guzmán Loera cundió como incendio en breñal por todo el país. Desde entonces, no hemos sabido otra cosa que este tema y variaciones. Lo demás quedó tras bambalinas.
La hipérbole noticiosa transmitida por todos los medios, televisión, radio, prensa y redes sociales, no hace más que dar interminables vueltas a una exultante apoteosis oficial. Todos se apresuran a sumarse.
En esta interminada marejada publicitaria no se dice lo suficiente de que la hazaña de nuestros marinos, comparable en exactitud al ajusticiamiento relámpago de Osama Bin Laden, fue el producto de una larga evolución de enlaces y coordinación entre elementos altamente especializados, necesarios para cazar delincuentes internacionales.
Las bases de esta minuciosa preparación vienen desde el sexenio anterior, en el que se hicieron varios intentos por capturar a “El Chapo”, así como también recientemente, el pasado 17 de febrero, cuando se les escapó.
En este asunto hay un elemento de novela. Preguntado por qué se encontraba en Mazatlán, tan expuesto, ahí a la suerte que le tocó, el archicapo respondió que quería ver a su esposa e hijitas, que de hecho estaban con él cuando fue sorprendido en un departamento rentado frente al mar.
La confesión confirma que aún en el caso de más extrema dureza de carácter, la vida puede retraerse para revelar su más íntimo resorte, allanando cualquier otro elemento, por avasallador que parezca. El grafólogo que analiza la firma nerviosa e infantil dictamina, en contraste con la fama del reo, que de los rasgos se desprende un carácter “sensible, soñador e idealista”. El agitado y sanguinario trajín que “El Chapo” siguió por décadas acabó en un resignado “está bien, voy a salir”, con que le respondió al marino que lo acorraló.
Alegres corridos exaltan a niveles de admiración la figura del multiasesino. Los cantan los que prefieren una vida corta de lujo o de arrebatados placeres a la existencia sin relieve de una inexorable pobreza. Pero la elección, a final de cuentas, no ofrece otro saldo que una ruta de dolor y una inevitable tumba.
Epitafios: una líder sindical pide que se le describa como “guerrera”. Otro añejo prócer quiere que lo recuerden como “patriota”. El capo de todos los capos tendría una capilla ornada en cursi copia de barroco con otro título, el de “valiente”.
La lección es para la juventud que, en nuestro enrevesado entorno, no encuentra sentido a su existencia si ésta ha de transcurrir en escuálidas condiciones rurales, o polvosos hacinamientos urbanos sin horizonte.
Las salidas para ellos son, como han sido a lo largo de la historia en todas las sociedades, la de entrar a las carreras que ofrecen vías de superación personal: la de las armas, la de la Iglesia, la del arte, en sus variadas manifestaciones, o la academia.
Se requiere, empero, verdadera genialidad para traspasar la barrera de la pobreza y de la ignorancia que atrapa. Muchos lo han hecho y han llegado a realizar su anhelo. Esos “muchos” no lo son en términos aritméticos, sino un minúsculo porcentaje. Los más quedan fijos en su estrato, sellado como capa geológica. Pero hay también, sin exigencia de estudios, el escape por lo ilegal, primero con pequeñas infracciones que crecen luego al crimen serio. Seguiremos teniendo a los que, en su limitado túnel, no ven más camino que el del rápido botín de la delincuencia.
La sociedad nada puede hacer por ellos si no resuelve la acuciante necesidad. Pero la sociedad somos nosotros mismos, en nuestra individualidad de acción. Los programas oficiales apenas rascan el epitelio.
No es que la delincuencia sólo se explique en la pobreza. Lo que no tiene vuelta de hoja es que la enfermedad de la miseria material y educativa es la que más genera las tragedias que debiéramos todos dedicarnos a evitar.
Una semana entera pasó haciendo la apología del Presidente de la República… Faltó decir la lección más importante.
*Consultor
juliofelipefaesler@yahoo.com