Por: Catón / columnista
Don Hermógenes era un señor de los de antes. En pleno siglo actual seguía vistiendo chaqué con pantalón a rayas; gastaba polainas y zapatos de charol; se cubría con bombín; usaba reloj de bolsillo con leontina y no salía a la calle sin sus guantes y su bastón de junco. Fue a un pueblo llamado Cuitlatzintli a recibir la herencia que su tía Clotilde le dejó –la casa de la familia y una huerta de chicozapotes-, y ahí conoció a doña Veremunda, viuda de dos maridos, le dijeron, y amiga íntima de tres (eso no se lo dijeron). Don Hermógenes se había mantenido célibe –“El buey solo bien se lame”, solía decir-, pero doña Vere, a más de un abundoso tetamen y un prominente nalgatorio, era dueña de la única botica del lugar, de varios coches de alquiler y de la hacienda La Victoria, especializada en la producción de nopalitos. A doña Vere no le fue indiferente el añoso galán. La atrajo sobre todo la huerta de chicozapotes. Además, el señor cura la exhortaba a tomar estado nuevamente para evitar habladurías, pues en el pueblo le decían sottovoce La 23 en alusión a los dos maridos que había enterrado y a los tres que recibía en su casa, cada uno en diferente noche, claro, pues no era mujer promiscua. Don Hermógenes cortejó a la dama con caballerosa discreción, y ella admitió sus atenciones. Entornaba los ojos como Pola Negri cuando él le recitaba poemas de Julio Flórez o Manuel Acuña, y aceptaba los ramos de flores de garambullo que le enviaba. Una tarde doña Veremunda invitó a su pretendiente a merendar. Lo recibió en la sala de su casa, y para ambientar la ocasión puso en la vitrola el vals Club Verde, original del maestro Campodónico. Luego le ofreció un vaso de agua de tuna y un platito de galletas Marías. Don Hermógenes estaba emocionado. Al ver el fino trato que le daba su dulcinea pensó en desposarla. Se vio frente a la caja registradora de la droguería y recorriendo en un tílburi la nopalera. Iría a la capital –se dijo- a liquidar sus muy escasos bienes, y retornaría al pueblo a dar mano de esposo a la atractiva viuda. Le dijo: “Debo ir a la ciudad, amiga mía, pero pronto regresaré, pues la llevo ya en mi corazón. Entretanto ¿me permitirá tener con usted una relación epistolar?”. Grande, muy grande fue la decepción del atildado caballero cuando ella le respondió con desenfado: “A ver: enséñeme la pistola”. Ahí acabó el romance… La lucha de Javier Corral es la misma que libraron en su tiempo el doctor Salvador Nava Martínez, don Luis H. Álvarez y Manuel Clouthier: el combate contra la corrupción del prigobierno. La denuncia que hizo el Gobernador de Chihuahua de las ilícitas maniobras por las cuales se transfirieron fondos de ese Estado al partido oficial es una acción valiosa –y valerosa- que contribuye grandemente a mejorar la vida pública de México. El hecho de que algunos gobernantes distraigan fondos del erario para favorecer a su partido constituye un robo a la comunidad cuyo interés deben proteger. Al delito cometido en Chihuahua el Gobierno de Peña Nieto añadió un tremendo error: detener a manera de castigo la entrega de los fondos que la Entidad debe recibir. Tan torpe represalia ha irritado a los ciudadanos, y disminuye las posibilidades que el PRI tiene, ya de por sí escasas, de ganar el próximo julio la elección Presidencial. Esa burda agresión no sólo atenta contra el Estado y sus habitantes: es un atentado también contra el proceso de democratización de México, y un regreso a las peores formas de ejercicio del poder. Javier Corral merece el apoyo de todos los mexicanos… El marido le preguntó a la esposa: “¿Qué puedo hacer para que alcances la plena satisfacción sexual?”. Respondió ella: “Auséntate de la casa un par de noches”… FIN.