La fotografía de hace unos cuantos días lo dice todo. En ella, Cuauhtémoc Cárdenas aparece sudoroso, avejentado, con una expresión que baila entre el azoro y el espanto. A su derecha, un Adolfo Gilly que presenta el rostro desencajado y un hilo de sangre que desciende por su frente. A su izquierda, el hombro anónimo del que el líder moral del PRD se sujeta con fuerza.
Cuauhtémoc Cárdenas es una figura importantísima, emblemática de la política mexicana. El epíteto de “líder moral del PRD”, con el que normalmente se le identifica, dista mucho de ser una mero recurso retórico: como la fotografía en cuestión lo demuestra, Cárdenas es mucho más que eso.
La agresión a Cárdenas se dio la semana pasada, en el marco de la jornada de repudio por la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Los violentos lo rodearon, mientras arrojaban objetos y le gritaban toda clase de adjetivos. El hijo del general terminó por retirarse unas calles más adelante, sin mayores consecuencias. Sin embargo, no dejó de llamar la atención la virulencia con la que el repudio se extendió a su persona: la expresión de sorpresa en el rostro del normalmente adusto ingeniero habla por sí sola.
Y es que Cuauhtémoc Cárdenas no es sólo líder moral, sino que él mismo representa a la perfección lo que es el PRD: un partido avejentado, que vive no de glorias sino de agravios pasados, y que se vincula a la sociedad, la misma sociedad que debería ser su razón de ser, tan sólo de manera esporádica y cuando percibe que podrá obtener réditos políticos. Por eso la participación de Cárdenas no fue bien recibida, porque el pueblo ya no siente la identificación del ingeniero con sus propias causas. Como tampoco siente, en absoluto, la identificación del PRD.
Cárdenas no propone, no debate, no ejerce acciones concretas para poner en la práctica las ideas que aterrizarán las políticas del Estado en beneficio de la comunidad. Como tampoco lo hace su partido. Es una figura emblemática, una figura que no está dispuesta a entrar en un proceso interno para llegar a la dirigencia de su partido. Él llegará sólo si lo aclaman, sólo si las diferentes corrientes se dan cuenta de que él, y sólo él, tiene lo que se necesita para poner orden al interior del partido del sol azteca. Misma aclamación que ha exigido, y asumido como propia, el PRD en las últimas dos elecciones presidenciales, tan sólo para después acusar un fraude que no ha tenido más pruebas que unas cajas vacías o unos animales de corral groseramente expuestos en el Zócalo de la ciudad.
Cárdenas asume como suya la lucha por el petróleo, sin más credenciales para encabezarla que su propia estirpe. Y la gente lo sigue, lo aclama, segura de que el hijo de Lázaro Cárdenas conoce más de la industria energética que los propios expertos, creyendo en una mentira que don Cuauhtémoc jamás se ha ocupado en aclarar. Igual que el PRD, que asume como suyas, en una supuesta defensa del petróleo, posiciones que defiende por tradición antes que por razón, enarbolando argumentos que sabe falaces, pero electoreros, y permite que persistan mentiras que no se ocupa en aclarar.
Cárdenas asume como suyas las luchas sociales, mientras vive en la comodidad absoluta. Habla de pobreza cuando no la ha vivido, habla del pueblo cuando nunca ha pertenecido a él. Como el PRD, cuyos líderes despotrican contra la corrupción mientras hacen negocios millonarios. Como el PRD, cuando denuncia la inmoralidad de los contrarios mientras oculta y postula a gente como Godoy o Abarca. Como el PRD, que se ostenta como partido de izquierda y no ha logrado elevar más que el nivel de vida de unos cuantos.
Así, la mirada de Cárdenas, llena de espanto ante un repudio que no entiende, es la misma de un partido que no alcanza a entender que la gente ya no cree en él. Es la mirada del que se refugió en su torre de cristal pensando en que hacía las cosas de manera correcta, sin consultarlo con la realidad. Es la mirada de quien entiende, de golpe, que el mundo ha cambiado por completo, ante sus propios ojos, sin haberse podido preparar para enfrentarlo de forma adecuada. La mirada de Cárdenas es la misma del partido que apenas ahora empieza a entender el precio a pagar por haberse entregado a un cacique movido solamente por la ambición personal y la megalomanía; la misma de un partido que no se preocupó por el vínculo de sus militantes más destacados con el crimen organizado; la misma de un partido que se da cuenta de que no fue capaz de generar alianzas entre sus miembros, que no tiene fortalezas, que no tienen en común, entre ellos mismos, mucho más que el resentimiento y el hambre desesperada de poder.
Hoy el PRD se enfrenta a uno de los momentos más difíciles en su historia. En un frente, su líder moral no tiene la energía ni la visión para esbozar lo que debería de ser en el futuro inmediato. En otro, la división entre sus diferentes tribus se hace cada vez más encarnizada y sangrienta. En otro más, los resultados de sus gobiernos locales son cada vez más cuestionables, entre historias de matanzas y corrupción que dan la vuelta al mundo. Y, finalmente, en otro frente más, Andrés Manuel observa desde la distancia la catástrofe que está por suceder y se apresta a recoger los restos del naufragio.
Lo más triste de todo es que México necesita de un verdadero partido de izquierda moderna, y lo necesita urgentemente. ¿En dónde está?