Madrid.- Mirando atrás, todo ha pasado tan rápido que hace una semana parece hace un año. El domingo pasado el coronavirus era algo que estaba pasando fuera, lejos, o a algunos desafortunados. Era Italia quien estaba en shock. Aún pensábamos que no tenía por qué pasar aquí. En Madrid, principal fuente de preocupación, se repetía que no había motivos para no ir a clase. Tampoco para no ir a la manifestación del 8-M, dijo el coordinador sanitario de la crisis, Fernando Simón. Había 500 afectados y 10 fallecidos. Focos aislados, uno muy particular en Haro, La Rioja, por un funeral. Pero al final de ese domingo ya hubo un pequeño aviso: un salto a 17 muertos, con 600 casos. Solo seis días después, ayer sábado, se multiplicaban por 10: con 6 mil 400 contagiados y 193 fallecidos.
La frase más fuerte tras una semana tomando el pulso a Madrid, viendo cómo se vacía, la dice el viernes por la tarde un médico de cuidados intensivos de un hospital de la ciudad, al explicar el llamado dilema de la última cama: “Ya estamos haciendo triage, como en la guerra, si no hay camas en la UCI no se la das al más grave, sino a quien tiene más posibilidades de sobrevivir. Por ejemplo, un mayor de 80 años, con un cuadro complejo, frente a alguien más joven se queda fuera. No es de ahora, sucede también en crisis y días complicados. Nuestros colegas italianos han tenido que afrontar estos dilemas, y ahora nosotros, en momentos de saturación”. Este vértigo en urgencias, ver acercarse ese punto, es lo que ha llevado a las autoridades a parar el país esta semana.
El salto al vacío fue el lunes. Se supo que ya nos habíamos contagiado sin darnos cuenta: de golpe, el doble de afectados, 1 mil 200 personas. Por la noche, Madrid, y también Vitoria, anunciaron el cierre de sus colegios. Ya no se podía mirar para otro lado, el virus llevaba ya demasiado tiempo moviéndose con libertad. La población se había quedado en lo de hacer “vida normal” y lavarse bien las manos, pero un epidemiólogo se habría tirado de los pelos si hubiera tomado el martes, o el miércoles, el tren de cercanías Madrid-Torrejón de Ardoz, a 25 kilómetros. Es un tren que comunica los dos principales focos de España en ese momento. Nadie con mascarilla, vagones abarrotados, viajeros sentados unos frente a otros tocándose las rodillas. Por la estación de Torrejón pasan 12 mil personas al día, según cuenta un empleado. “Ha bajado mucho, quizá a 7 mil, pero mucha gente no tiene otro medio de ir a Madrid”, explican. El virus llevaba muchos días viajando tranquilamente, ida y vuelta. El miércoles, en un Lidl de Torrejón, total normalidad. Los clientes ni se ponían los guantes de plástico de la fruta que, en teoría, ya son obligatorios en condiciones normales.
El hospital de Torrejón y, a veinte minutos, el del Henares, los de referencia en esta zona afectada, presentaban a mediodía del miércoles un panorama similar: unas 25 personas en sala de espera, la mayoría con síntomas. En la ventanilla de admisión les daban mascarilla y guantes. Luego tenían un canal aparte, de aislamiento. En las habitaciones se apuntaba en una hoja quién entraba y quién salía, por si luego hay contagios. Hay un dispensador de jabón, pero la gente no lo apretaba con el codo, sino con la mano.
Muchos iban a urgencias porque no les cogían el teléfono de atención del coronavirus de la Comunidad de Madrid. Ahí está el primer cuello de botella. Diez, quince minutos de espera y se corta. Una persona cuenta que al tercer intento y después de 32 minutos por fin le respondieron. Pero solo consideran el caso si se ha estado en China o zonas de riesgo, incluido el corredor del Henares, y en contacto con un caso positivo. Sin eso, incluso con tos y fiebre, no se hace la prueba y la orden es quedarse en casa. Por eso a mucha gente empiezan a tocarle las narices los políticos y famosos que cuentan en Twitter que el día anterior tosieron y les ha dado positivo. Así, sin esperar. Es una prueba que tarda cuatro horas, pero en los hospitales están tardando 24. Incluso con el filtro del teléfono, que se reforzó a lo largo de la semana, se les amontonan los casos. No hay microbiólogos suficientes para hacer las pruebas.
Al principio, el único criterio decisivo para hacer la prueba era venir de China, Italia u otro país de riesgo. Luego, se introdujo el contacto con positivos. Pero los números empezaron a dispararse con un nuevo criterio, la semana pasada: verificar pacientes hospitalizados con insuficiencias respiratorias sin causa clara. Por eso hubo tantos contagios silenciosos. El virus también se coló en los hospitales porque al principio no se tomaban medidas de protección, y los oftalmólogos, por ejemplo, están cayendo ahora. Se acercan mucho al paciente, gente mayor con cataratas.
En el hospital del Henares, por ejemplo, el primer caso de Covid-19 entró el jueves 5 de marzo. Un señor de 86 años, que cuida a su mujer con alzhéimer. Se lo pasó un familiar que venía de Milán. Al cabo de una semana, este jueves, los casos en la UCI eran siete, él incluido, uno por día. Todos hombres. Sus esposas también se contagiaron, pero tienen síntomas leves: las mujeres, están comprobando los médicos, aguantan más, tienen menos enzimas de un tipo sensible al virus. La Sociedad Europea de Cardiología y la universidad de Tel Aviv indican que el virus entra en la célula del alvéolo pulmonar a través de un receptor que se llama ECAII, más frecuente en hombres que en mujeres y niños. Este hombre seguía ingresado este fin de semana, a la espera de pasar la prueba para ver si ya es negativo: dos test con 48 horas de diferencia. Si lo hace, engrosará la lista de los que se curan, que ayer era de 500 en toda España.
Al acabar la semana en este centro había 30 casos moderados, otros 30 a la espera de resultados, una veintena en urgencias y la UCI, de diez plazas, con nueve casos. Ayer sábado ya tenían 12 casos. Tos y fiebre pueden aguantarse, pero la señal de alarma es ahogarse, no poder respirar: se necesita ventilación mecánica. ¿Número de máquinas de respiración mecánica en este centro, por ejemplo? Hay en las diez plazas de UCI y en los ocho quirófanos, en caso de necesidad. “Pero es que las demás enfermedades siguen existiendo”, recuerda un médico del centro. Con el material, y especialmente los respiradores, ha surgido el otro obstáculo clave: que haya para todos los que lo necesitan. Alemania ha cerrado las exportaciones de este material. Es China, que ahora está saliendo de la crisis, quien los está vendiendo. “Pero los proveedores se están portando bien, ceden incluso material”, explica este médico.
En Madrid el martes comenzó a notarse en la calle el bajón de gente. Las tiendas encajaron ya el golpe. En las farmacias ya casi no había mascarillas ni gel de manos. “Al principio solo venían chinos, arrasaban con cientos para mandar a su país; luego italianos; la semana pasada, ya españoles”, dice una farmacia cercana a Sol, una de las últimas donde quedan mascarillas en la ciudad. La buena (FFP2, siglas que ya empiezan a manejarse con soltura) cuesta 25 euros y se puede usar solo un par de días. “Es que los proveedores nos las venden más caras, y no hay”, se justifica. Un comercial de una empresa alemana de material industrial confirma que se hincharon a vender mascarillas este mes hasta que Alemania paralizó las exportaciones. Ahora solo hay nacionales, una fábrica de Zamudio, en Vizcaya, está desbordada. Pero el martes aún daba palo ponérsela. Una empleada de una tienda quiere una, pero no con válvula: “Una menos aparatosa, esa parece de Chernobil”. Al día siguiente su tienda cerrará, porque están asustados.
El miércoles a primera hora un dependiente está en la puerta de una tienda de turrones del centro de Madrid con una bandeja para ofrecer un trocito a los viandantes. No hay mucha gente y pocos cogen. Al día siguiente ya no se pondrá. Solo turistas orientales llevan mascarilla. En la sección de colonias del Corte Inglés un grupo de empleadas habla con desconcierto: “Dicen que estemos a un metro del cliente, que desinfectemos los bolígrafos, todo el día con el alcohol en la mano”. El africano que abre la puerta de los grandes almacenes dice que la gente ya se lo agradece más, así no tienen que tocarla. Pero él intenta dar la mano a todo el mundo, no ha pillado la idea. Bares y terrazas, tiendas, ya muy vacíos. Los taxistas, parados. “Parece verano”, dicen.
En el Prado, a las doce en punto, no hay nadie delante de Las Meninas. En el cuadro, de 1656, Velázquez mira desde una época en que acababan de pasar una gran peste en su ciudad, Sevilla, pero entonces las epidemias eran algo más normal. Los guías, desesperados, no hay gente. En la puerta, solo un puesto de nueve de los habituales vendedores de pinturas. Aún no lo saben, pero será el último día que abra. Se puede cruzar la Castellana por el medio tranquilamente.
Un lugar para comprobar si las personas están mentalizadas de que no hay que besarse ni abrazarse es el gran tanatorio de la M-30. El miércoles por la tarde en sus 28 salas reina la normalidad. Ninguna mascarilla. Mucha gente, muchas efusiones, como es normal en un velatorio, si la situación no fuera anormal. El jueves por la tarde cambiará radicalmente: muy poca gente, silencio. El viernes ya casi no hay nadie, es una escena tristísima para los pocos que están. Los empleados creen que ya era hora: “Es que no era normal, hasta el jueves la gente no comprendió. Aquí ha habido funerales de casos de coronavirus, y muchas de esas personas habían estado en el hospital. Ya son las propias familias las que dicen a los demás que no vengan”. Por la noche, los informativos se alarman: el número de casos ha subido un 30%.
El jueves por la mañana en las farmacias falta alcohol de 70 grados, para hacer jabones caseros. El pesimismo y la previsión de ruina en las tiendas ya es declarado. En los supermercados ha habido dos días de asalto y estanterías vacías. No solo en Madrid, en toda España. Llegan fotos de Santander, de Burgos, de Málaga. Pero este es el frente de problemas que mejor parece resistir el alarmismo inicial. Cuentan en Mercamadrid, el mercado central más grande de Europa por volumen de contratación: “Mira, hoy jueves ha entrado un 30% más de productos frescos que en la misma fecha del año pasado, exactamente 12 millones y 270.873 kilos, 814 camiones. Todo funciona y funcionará perfectamente bien, como siempre, no faltará nada, porque además el 80% de la producción es nacional, no dependemos de fuera”.
Hay un misterio, un bien preciado: la obsesión por el papel higiénico es nacional, no conoce diferencias, de norte a sur, es interclasista, en los supermercados del barrio de Salamanca y en los de Vallecas están igual. En la patronal de grandes superficies, Asociación de Cadenas Españolas de Supermercados (ACES), explican que la falta de espacio da una falsa impresión de escasez: “En el centro de las ciudades los supermercados son cada vez más pequeños y ya dejan poco espacio de almacén, prefieren reponer mucho, y el metro cuadrado es caro. El papel ocupa mucho, ha ido mucha gente de golpe, cuando llega alguien no hay y se piensa que no queda en toda la ciudad, pero ya se está resolviendo”. En realidad, los datos dicen que el comportamiento del consumidor español es uno de los más previsibles de Europa y donde más fácil es programar los productos. El Corte Inglés también precisa que ha habido un repunte de informática, telefonía y muebles de frío.
El parón, en realidad, golpea más duro a los de más abajo. Tres repartidores de comida a domicilio esperan frente a una hamburguesería con aburrimiento. Se puede pensar que la gente les llama más para no salir, pero no. Hacen tres o cuatro viajes al día, una miseria, porque les pagan a cuatro euros cada uno. Lo normal es hace una docena al día, y el fin de semana 24 ó 25. “Pero se ha parado todo, estamos pensando cambiar de trabajo”, confiesan. Los grandes supermercados empiezan a anunciar que ya no llevan la compra a casa. En todo caso las tiendas de alimentación aguantan. Cuentan en una carnicería del centro de Madrid: “Todo sigue parecido, si acaso la gente se lleva más cantidad, porque tiene los niños en casa”. Otras tiendas van a sufrir mucho más, como las librerías pequeñas. El dueño de una del centro de Madrid, La Buena Vida, opina: “Esto ya nos mata. Cerrarán muchos. Además se ha aplazado la feria de junio, que te salvaba el verano o incluso el año. Saldremos de esto siendo un país distinto, la gente aún no se da cuenta”. Quizá un país con menos librerías, y muchos pequeños comercios que no aguantarán un cierre prolongado.
Hasta los mendigos sufren el impacto. Juanra, un hombre que pide dinero en Callao, también se desespera, porque la gente se aleja aún más rápido cuando se acerca: “¡Que no tengo el coronavirus!”. “Cada vez hay menos gente por la calle, esto es una ruina”, lamenta. La gente ya no sabe cómo actuar, aunque detecta la alarma, como una cartera en el barrio de Prosperidad, en Madrid: “Acabo de entrar en un edificio y el portero me ha dicho que tienen dos casos y van a desinfectar, y no sabía si entrar o no”.
El jueves es el día que cunde la alarma de la saturación de hospitales en Madrid y en otras ciudades en la línea de choque del virus, como Vitoria. Además de material, faltan especialistas clave, enfermeras auxiliares. Los chats de médicos son un hervidero de ofertas de trabajo. En Torrejón ofrecían esta semana mil euros al día a intensivistas. También faltan celadores: para dar la vuelta a un enfermo y ponerle boca abajo, que respira mejor, se necesitan seis personas. Puede pararse toda la cadena solo por eso. Dos jefes del hospital del Henares se fueron esta semana a una gran superficie de bricolaje a comprar gafas y máscaras industriales, las que se usan con la radial, pagadas de su bolsillo. Gel tampoco hay, se usan fórmulas magistrales. Quien sufre síntomas no muy graves ya se arregla con un tío o un primo que es médico. Muchos probablemente tengan el virus, pero lo pasarán en casa como una gripe.
El jueves por la mañana, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz-Ayuso, y el alcalde, José Luis Martínez-Almeida, dicen por primera vez en España una frase que nadie se había atrevido a decir, para no cruzar la línea del pánico: “No salgan, quédense en casa”. Ya circula la etiqueta de redes sociales “Yomequedoencasa”. Pedro Sánchez da su rueda de prensa solo, sin prensa. Da positivo Irene Montero y hacen la prueba a los Reyes. Todas las comunidades autónomas suspenden las clases, la crisis se eleva definitivamente a rango nacional. Ya nadie es ajeno. En cadena, se suspenderán las Fallas, la Semana Santa de Sevilla y otras ciudades, medidas que no se toman desde la Guerra Civil.
Por la tarde, en un cine del centro de Madrid ya no ha ido nadie a la primera sesión. ¿Es normal? “Nada de lo que pasa es normal”, contesta la taquillera, frotándose las manos con gel. Cerrará al día siguiente, ya va todo muy rápido, en cascada. Por la noche los informativos anuncian 3 mil casos, 800 más que la víspera a esa hora. Tres jóvenes de una ambulancia del 112 creen que la gente se tiene que calmar y hacen una reflexión sorprendente: “Y una cosa os pediría a los medios, quitad el contador de muertos, solo genera miedo y pone a la gente más nerviosa”. La noche del jueves Madrid está desierta. En Huesca, anuncian que la catedral sacará el día 18 al Santo Cristo de los Milagros para bendecir a la ciudad, como en la peste de 1497.
El viernes por la mañana las calles de Madrid están vacías, sobre todo fuera del centro, donde aún se ven turistas solitarios y paseantes. El Gobierno anuncia que declarará el estado de alarma. En las farmacias ya empiezan a faltar también termómetros. En la oficina de asilo y refugio de Madrid hay una cola de más de cien metros y mucha tensión: cierra el lunes “de manera indefinida”, dice un cartel, y personas de todas las nacionalidades intentan presentar sus papeles. Nadie sabe qué pasará luego. En la misma calle, un poco más allá, está el registro civil único de Madrid con varias novias de blanco en la puerta. Solo pueden entrar novios y testigos. Se han suspendido todos los trámites menos inscripciones de nacimiento (pasa una mujer temerosa con un bebé de un mes en brazos, bien cubierto) y licencias de enterramiento. Daniel y Guadalupe esperan su turno con cara de resignación: “No era la boda que queríamos, claro. Hemos pedido a todos que no vinieran. No habrá banquete, tampoco viaje, queríamos ir a nuestro país, Ecuador”.
Todo se para, hasta la justicia, el último bastión de normalidad. En los juzgados de primera instancia de Madrid solo se entra para casos urgentes y citaciones. A mediodía, una pareja explica su caso en la puerta: se les ha quemado la casa, murió su abuela dentro y otro familiar está en la calle con demencia, necesitan una orden de incapacitación para que la manden a un centro. El guardia de seguridad accede.
La Ciudad Universitaria de Madrid es fantasmal. Nadie. El Colegio Mayor Mara, femenino, uno de los más grandes, más de 200 plazas, vacío. La directora está en ese momento haciendo las entrevistas de admisión para el próximo curso por Skype. Al lado, la Residencia Galdós, 350 huéspedes, la mayoría estadounidenses y extranjeros, vacío. Por la tarde, las salidas de Madrid tienen tráfico, pero menos que un día normal. El dilema era si es más seguro quedarse en la ciudad o irse al pueblo, como si fuera la guerra. En la gasolinera de Pozuelo, en la autovía de La Coruña, se cruzan varios coches a las cuatro y media de la tarde, un pequeño ejemplo de la globalización y cómo un virus ágil podría saltar de un coche a otro y viajar a lugares distintos: una chica que llegó el día anterior de Japón y vive en la sierra de Madrid; un músico sudamericano que vino el día anterior de Santander porque le suspendieron el concierto y un chico de Torrejón que lleva a su abuela, de 90 años, a León, porque cree que allí corre menos riesgo. Ha quedado en la gasolinera con su hermano, que viene de León a buscarla con su coche. La tienda de la estación de servicio ya está cerrada. Solo da combustible.
En el centro de Madrid, el hotel Colón, es uno de los candidatos a convertirse en hospital improvisado. Han cerrado uno de los edificios, de 165 plazas, porque se han cancelado todas las reservas. En el salón del hotel, varios turistas estadounidenses esperan noticias. Dave y Molly, de Washington, llegaron justo el día anterior a pasar 15 días en España, pero no saben si se vuelven o se quedan. “Si al menos nos dejaran movernos en coche por el país, pero parece que va a ser difícil”.
Cae la tarde y se ven filas en los estancos, los fumadores temen quedarse sin tabaco con el estado de alarma. En Usera, barrio chino de Madrid, las máscaras más caras ahora se venden a 3 euros, porque van a tener que cerrar. La chica china de una tienda casi riñe: “En China hicieron bien cosas, un caso, ciudad aislada. Aquí mal, muy tarde”. Ahora muchos chinos se vuelven a su país, porque allí la cosa ya está mejor. Paneles luminosos de la M-30 ya repiten solo un mensaje: “Sé responsable. Yo me quedo en casa”. En el hospital de La Paz, la mayor UCI de Madrid, hay un gran cartel al salir del aparcamiento: “Urgente. Se necesita sangre A- y B-”. Los carteles electrónicos de Madrid insisten: “Evita acudir directamente al centro sanitario”. Varios radiólogos vuelven de tomarse una cerveza en el único sitio abierto, un McDonalds 24 horas: “Pero mañana lo cierran, no tendremos ni eso”. Están cansados, saturados, pero no pierden la sonrisa. El personal sanitario es de una pasta especial, vive a diario con el dolor y la muerte. Es su trabajo, no dramatizan. Los más veteranos, 16 años de profesión, nunca habían vivido algo así. “La gente se siente útil, está cansada, sí; hay problemas, sí, pero se van resolviendo. Todo el mundo hace más de lo que en teoría debe hacer. Nos ayudamos. Eso debemos hacer todos”.
Con información de El Pais