AGENCIA
CDMX.- Desde la antigüedad se conocían solo cinco planetas (además de la Tierra): Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno; estos planetas no eran más que estrellas que se movían por el cielo de forma diferente al resto de astros.
Las estrellas de la bóveda celeste se mueven todas al unísono, si entre dos estrellas hay una cierta separación de unos pocos grados, a la noche siguiente y 10 años más tarde seguirá habiendo la misma separación. Esto no es así para los planetas, para ellos podemos observar cómo se van moviendo con el paso de los días, meses y años.
Este movimiento sobre el firmamento de fondo resulta especialmente evidente cuando ocurre una conjunción. Con el paso de los días vamos viendo como los planetas que protagonizan la conjunción se van acercando para después alejarse.
Además, estos cinco objetos eran los únicos cuya luz no titilaba, esto permitió a los antiguos entender que, aunque no supieran qué los hacía especiales, algo los diferenciaba del resto de las estrellas.
Con el desarrollo del telescopio y los avances teóricos de científicos y pensadores como Copérnico, Kepler y Newton fuimos entendiendo que estos puntitos de luz eran cuerpos que orbitan alrededor del Sol, y que estaban mucho más cerca de la Tierra que el resto de las estrellas; todos estos avances fueron aprovechados cuando en 1781 William Herschel descubrió un nuevo planeta.
Este fue un descubrimiento muy importante, pues era la primera vez en la historia que la cantidad de planetas conocidos aumentaba; el planeta descubierto recibió el nombre de Urano y, tal y como lo observó Herschel a través de su telescopio, era un objeto mucho más pequeño y tenue que el resto de planetas conocidos, pero que se comportaba como un planeta: su luz no titilaba y se movía con respecto a las estrellas del fondo.
Al descubrimiento de Urano siguieron los de varias decenas de cometas y asteroides, que nos mostraron que el sistema solar era un lugar verdaderamente complejo, poblado por gran cantidad de objetos muy diferentes.
Sin embargo, con el paso de los años y tras incontables y detalladas observaciones de la órbita de Urano se vio que no se movía como predecía Newton, con la Ley de la Gravitación Universal. Su órbita parecía estar perturbada por la presencia de otro cuerpo. Estas desviaciones entre la teoría y las observaciones era minúscula, pero suficiente como para preocupar a los astrónomos de la época.
Ante esto se propuso que debía existir un nuevo planeta, de tamaño similar a Urano, orbitando todavía más lejos del Sol. Este nuevo planeta no tardó en ser descubierto; era Neptuno, por supuesto; con este descubrimiento se demostró la potencia de las leyes matemáticas para describir el universo.
Pero la alegría no duró demasiado, pues al cabo de varios años de observación minuciosa se demostró que las características de Neptuno no eran suficientes para explicar las irregularidades en la órbita de Urano y que el propio Neptuno mostraba sus propias irregularidades. Dado el éxito en el descubrimiento de Neptuno, se buscó el nuevo planeta que debería arreglar estos dos problemas.
Este noveno planeta se buscó sin éxito durante varias décadas. Percival Lowell, uno de los astrónomos más prestigiosos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX dedicó los últimos años de su vida a buscarlo, pero murió antes de que se obtuvieran resultados positivos; no fue hasta 14 años después de la muerte de Lowell que un joven astrónomo estadounidense, Clyde Tombaugh, descubrió un objeto nuevo del sistema solar.
Este objeto no estaba donde Lowell y compañía habían predicho, aunque sí lo suficientemente cerca como para considerarlo como posible causante de las irregularidades observadas. A este planeta se le dio el nombre de Plutón, por el dios romano de los muertos y porque sus dos primeras letras son las iniciales de Percival Lowell.
En su momento este descubrimiento pareció un éxito más de las predicciones matemáticas y la mecánica celeste; sin embargo, hoy creemos que aquellas irregularidades detectadas en las órbitas de los gigantes helados no existían realmente y sabemos que, aunque hubieran existido, la masa de Plutón no es suficiente como para haberlas provocado. Plutón es verdaderamente enano.
Es unos mil 100 kilómetros más pequeño que nuestra luna, tiene un 0’2% de la masa de la Tierra y tiene un área total similar a la de Rusia.
Aunque Rusia sea el país más grande del mundo, no ocupa más que un pequeño porcentaje de toda la superficie seca de nuestro planeta, que a su vez no es más que el 30% de la superficie planetaria. Por tanto el descubrimiento de Plutón tuvo más que ver con la suerte que con la elegancia de las leyes físicas y matemáticas.