Por: Gilberto Nieto Aguilar / columnista
Creo que murió de tristeza. Su edad y su enfermedad se unieron con la tristeza, y esta última fue la que más lo agobió. Su estado era delicado y apresuró su muerte cuando dejó de comer. Amaba la libertad, recorrer las calles, platicar y bromear con sus amigos y conocidos. El encierro lo marchitaba, lo ponía nervioso. Por eso perdió la alegría de vivir y quizá, también, por alguna otra razón que escapa a mi entendimiento y que no quiero mencionar ahora.
No sé, quizá sólo sean especulaciones mías. Pero se fue sin decir adiós, callado, taciturno. Y eso me llama la atención porque siempre fue muy festivo y muy alegre. Rara vez enfermaba, fuera de los dolores de cabeza que le daban a menudo y el cáncer de sol que le consumió la nariz en los últimos 20 años. Nunca se quejaba de algún dolor y era casi imposible encontrarlo triste o quejándose de la vida.
No comprendo lo que pudo pensar en sus últimos momentos. Quizá el cariño vuelve todo subjetivo y la distancia distorsiona las cosas. El “hubiese sido” aparece como un fantasma implacable. Me cuenta mi mamá que el día que yo nací me tomó en sus brazos, me meció un momento y selló el compromiso de cuidarme y hacer de mí un hombre de bien, dentro de nuestra humildad y carencias económicas. Por eso siempre lo vi afectuoso, responsable, cuidadoso, atento, respetuoso.
Manuel Zavala Robles siempre estará en mi recuerdo como el gran padre que fue. No fue letrado, pero ni falta le hacía. Comprendía la vida a través de la experiencia y la observación. No divagaba ni titubeaba frente a la adversidad. Me decía: “La vida se encarga de acomodar las cosas en el lugar debido. Pero tú no dejes de hacer lo que te toca”. Casi al terminar mi carrera docente, sin saberlo, su ayuda habría de ser determinante.
En las vacaciones del invierno de 1969 decidí abandonar la escuela. Quería trabajar ya. Mis padres se alarmaron, pero no me dijeron nada. Mi padre me retiró la palabra, pensando quizá en cómo abordar el tema conmigo. Unos días antes de concluir las vacaciones nos invitó a cenar y un hecho fortuito le dio la oportunidad. Moviendo las cosas de la mesa le tomé la mano por accidente. Como yo también buscaba platicar con él, le comenté lo primero que se me vino a la mente:
̶ “Sus manos están fuertes y callosas”.
Él me contestó con un dejo de tristeza en sus palabras: “¿Sabes por qué? Con ellas yo me gano el pan de cada día. He soñado que tú serás distinto, pero ahora me dices que vas a abandonar la escuela”. No hubo más palabras. Ningún golpe físico hubiera causado mayor dolor que aquella mirada y aquellas palabras que habrían de ser decisivas el resto de mi existencia. Era su protección en mi libertad, su apoyo en mi autonomía, su impulso respetuoso, su estímulo de vida basado en la experiencia y el ejemplo.
Así como esta anécdota, tan importante para mí, existen muchas otras que tal vez algún día relate en una página. Mientras quedarán en el recuerdo, guardadas en el viejo baúl que descansa en algún recóndito e inescrutable rincón de la memoria, como en todos los casos, el suyo y el mío, esperando acompañarnos en el último viaje de la vida.
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