POR: CATÓN/Columnista
En la merienda de los jueves doña Clorilia les contó a sus amigas: “Mi esposo acostumbra hacerme el amor dos veces”.
Todas la miraron con envidia, y una de ellas preguntó: “¿Cuál de las dos te gusta más? ¿La primera o la segunda?”. “La segunda -contestó ella-. La del invierno”. (El señor era de dos veces al año, como la verificación vehicular)… El doctor Ken Hosanna tenía mucha ciencia, pero muy poca compasión.
Y en el ejercicio de la Medicina una cosa no sirve sin la otra. En cierta ocasión le dijo sin más a su paciente, un infeliz señor: “Le quedan a usted unos cuantos días de vida”. “Doctor –acertó a decir el desdichado con temblorosa voz-. Quisiera oír otra opinión”. “Con todo gusto –respondió el facultativo-. Trump es un cabrón”… Llegó doña Jodoncia a la casa de su yerno y anunció muy orgullosa: “Vengo de las carreras de perros. ¡Gané tres!”. Le dijo con fingida solicitud el yerno: “Permítame ofrecerle una silla, suegrita. Debe usted venir muy cansada después de tanto correr”… La maestra les pidió a los niños: “Díganme palabras terminadas en –ollo”. Propuso Juanilito: “Pollo”. Sugirió Rosilita”. “Rollo”.
Manolito contestó: “Repollo”. Y dijo Pepito: “¡Espalda!”… “Anda, vamos a robarnos un poco de material de los cimientos. Nadie se dará cuenta nunca”.
La frase la dijo uno de los contratistas que participaron en la construcción de la Torre de Pisa. Se cumplió aquí la sapientísima sentencia según la cual: “Lo que de noche se hace de día aparece”… Doña Uglilia era más fea que rascarse el fondillo en presencia de personas. Si la veías de lejos parecía un rinoceronte; si la veías de cerca deseabas que mejor fuera un rinoceronte. En cierta ocasión ella y su marido fueron de vacaciones a Cancún. La primera noche de su estancia ahí doña Uglilia abrió la ventana del balcón y suspiró: “¡Qué noche tan romántica!”. “¡Ah, no! –protestó el señor-. ¡Estoy de vacaciones!”… Babalucas consiguió los favores de una mujer casada.
La coscolina señora aprovechaba las ausencias de su esposo, viajante de comercio, para entregarse a ejercicios de libídine con hombres de todo jaez: pobres, ricos y de la clase media; de pelo rubio, castaño y negro; panistas, priistas, perredistas y morenistas; creyentes, agnósticos y ateos; altos y chaparros; gordos y flacos. Y es que sus ideas igualitarias le impedían hacer distinción de persona.
Cierta noche que los ilícitos amantes estaban yogando llegó el marido, inesperado. Con agilidad de funámbulo saltó Babalucas de la cama y se metió en un ropero de dos lunas. (Por este dato del ropero ya habrán sacado mis lectores la edad de la señora).
Entró el marido en la recámara y dijo preocupado: “Al llegar oí ruidos extraños”. (Nota: Eran los inarmónicos rechinidos del tambor con resortes de alambres que sostenía el colchón. He aquí otro dato interesante para calcular los años de vida de la dama).
“Yo no escuché esos ruidos -aseguró la mujer con ese desparpajo que sólo tienen los adúlteros y los políticos que prometen y no cumplen-. Estaba bien dormida”. El marido se inquietó: “¿No sería un ladrón?”. “¡Óigame no! -protestó indignado Babalucas saliendo bruscamente del ropero-.
¡Podré ser muchas cosas, pero ladrón no soy!”… Don Fenecio pasó a mejor vida, y en su velorio su viuda lloraba desconsoladamente. “No llores, hija mía -la consoló el buen Padre Arsilio-.
La vida sigue su curso. Quizá dentro de tres o cuatro años encontrarás un hombre que…”. “¿Tres o cuatro años?” –lo interrumpió ella. Luego, volviéndose hacia uno de los presentes, rompió otra vez en llanto: “¿Lo ves? ¡Tendremos que esperar tres o cuatro años!”… FIN.