Por Catón / columnista
La llaman “comezón del séptimo año”. Hay una simpática película de Marilyn Monroe con ese nombre: “The Seven Year Itch”. Es esa inquietante inquietud que súbitamente siente el varón casado al llegar al año siete de su matrimonio. Desde luego el plazo no es fatal, vale decir que no es exacto ni preciso. La tentación se puede presentar al final del primer año o del segundo.
En algunos se les presenta al cumplirse un mes del desposorio, y casos he sabido de otros a quienes esa comezón les sobrevino en su viaje de luna de miel. Consiste en el deseo de probar otra fruta a más de la del huerto propio. Hay quienes son capaces de resistir la tentación; otros, por el contrario, se rinden sin pelear.
Piensan que las tentaciones son para caer en ellas. ¿Cuántos años tendría de casado este joven marido de mi historia? No lo sé. Pero le dio la comezón y se rascó. Quiero decir que cedió a ella. Se dio a ella. Conoció a una muchacha de muy buen ver, y de mejor palpar, y entró con dicha dama en amores clandestinos. (Me han dicho que en cierta ciudad vecina a la mía hay un grupo de sociedad conocido como “Los Indocumentados”, el cual grupo lo forman parejas irregulares que se juntan a socializar igual que las de casados, pero a las escondidas).
Vuelvo a mi historia. Cierto día la muchacha que digo –la de buen ver y de mejor palpar– le pidió a su galán que la llevara a comer a un restorán de moda. Accedió él, desde luego, pensando en lo que seguiría después de la comida. ¡Imprudencia temeraria! El que no puede ser casto debe ser cauto. Si actuando con precaución las cosas acaban por descubrirse siempre (“Lo que de noche se hace de día aparece”, dice el sapientísimo refrán), qué no sucederá si no hay cuidado.
El apocalipsis. A propósito, he oído que en el Juicio Final cada uno de nosotros será llamado a cuentas y un ángel leerá con voz potente la relación de sus pecados. ¡Qué bochorno! Ya me imagino: “El día 23 de octubre de 1975 estuviste en el cuarto 110 del Motel Kamagua con Fulana”. Y oirán eso tu esposa, y el marido de Fulana, y tu mamá, y la de ella, y la tía Etelvina y todos… Eso está como para morirse otra vez. Ojalá haya semáforo, igual que en las aduanas fronterizas, y a ti y a mí nos toque el verde para pasar sin que seamos revisados por la autoridad.
Fueron, pues, los dos personajes de mi historia al restorán que dije. Ella sonreía, feliz de hallarse ahí. Él llevaba la cara que siempre ponen los que andan en plan húmedo. Su expresión es inconfundible: miran de sololayo –que es de soslayo, pero más soslayado– para ver si hay alguien conocido; caminan como sobre huevos, casi sin pisar el suelo; escogen una mesa del rincón y se sientan de cara a la pared. Con eso se delatan. Preferible es el cinismo: si actúas con naturalidad y desparpajo la gente piensa que estás en una cita de negocios. Como ahora hay mujeres ejecutivas, eso ayuda. Al marido de mi cuento le tocó muy mala suerte: en el restorán estaba una hermana de su esposa.
Lo vio la cuñada y le puso una cara como para pedir la cuenta antes de mirar la carta. El infiel, sin embargo, actuó con admirable sangre fría y fue a saludar a la cuñadita. “¡Cabrón! –le dijo ella a modo de saludo–. ¿Cómo te atreves a hacerle esto a mi hermana?”. Él no perdió la calma. Respondió: “¿No sabes que tu hermana y yo nos vamos a divorciar?”.
La otra se consternó. Pensó en los niños y todo lo demás. “¿Cómo?” –preguntó con afligido tono–. “Bueno –completó él, retador–. De ti depende”. La cuñada entendió las cosas y no dijo nada. Guardó el secreto, con lo que hizo muy bien. Y aquí termina esta historia. Tiene, como se ve, final feliz. No todas lo tienen… FIN.