Por: Catón / columnista
Era el marido ejemplar Al salir de su casa pisó excremento de perro. En ese mismo instante supo que aquel día no iba a ser su día. Era un hombre común y corriente, empleado en la pequeña sucursal de un pequeño banco en una ciudad pequeña. Su vida no tenía mucha vida. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Mujer; tres hijos -dos niños y una niña; los jueves por la noche el dominó con los amigos; los sábados la ida al cine; los domingos la iglesia y el paseo con la familia. Y tres veces por semana -los lunes, miércoles y viernes- hacerle el amor a su mujer. Rápido, rutinario amor: tres o cuatro minutos a lo más, y siempre en la misma posición, la tradicional, la que los americanos llaman del misionero, pues ella no aceptaba ninguna otra. Decía que eran cochinadas. A veces este hombre común y corriente se preguntaba si esa vida era vida, y cómo habría sido la suya si no se hubiera casado con aquella mujer y tenido aquellos hijos; si no trabajara en aquel banco. Soñaba con viajar a lugares lejanos; con tener aventuras con mujeres que le cumplirían sus fantasías eróticas. En el camino a la esquina donde tomaba el autobús –aún no tenía coche- trató de quitarse del zapato la suciedad del perro. Una y otra vez frotó la suela contra las baldosas de la acera. Algo logró quitar, pero no todo. Lo inquietó el pensamiento de que la gente percibiría el tufo de la suciedad. En eso vio a aquel individuo. Iba corriendo, como si alguien lo persiguiera. Al pasar junto a una lata de basura echó algo en ella, y siguió su carrera. No había nadie más en la calle; era temprano. El hombre fue hacia el depósito de basura y miró en su interior. Había ahí un sobre grande. Lo abrió. Estaba lleno de billetes de alta denominación. Volvió la vista a todas partes. No se veía a nadie. Apresuradamente puso el sobre en su portafolio, y caminó luego con forzada naturalidad hacia la parada del autobús. Lo tomó; bajó un par de esquinas antes de aquélla donde acostumbraba descender, y el resto del camino hacia su trabajo lo hizo con lentitud, deteniéndose en los escaparates de las tiendas para mirar con disimulo si alguien lo seguía. Nadie lo había seguido. En el curso del día le resultó difícil contener su nerviosismo. No podía acertar a hacer lo que debía hacer. Una y otra vez miraba su reloj. ¿No llegaría nunca la hora de salida? Ansiaba llegar a su casa para contar el dinero. Era mucho, seguramente. Lo abultado del sobre y su antigua práctica de cajero, cuando contaba dinero hora tras hora, le daban la certidumbre de que la suma era cuantiosa. Las horas le parecieron interminables, pero al fin dieron las 5 de la tarde. Se puso el saco, tomó el portafolio y salió del banco. En la puerta lo tomaron por los brazos dos sujetos. “Está usted detenido” -le dijeron. Después, en el juzgado, se enteró de que había habido un desfalco en el banco. Nadie al principio sospechó de él, pues siempre fue empleado honesto, responsable. Pero se hicieron investigaciones, y aunque ninguna apuntó en su dirección su nerviosismo de ese día lo delató. Cuando los policías que lo detuvieron abrieron el sobre que llevaba en el portafolio quedó a la vista la prueba de su culpabilidad. Nada importó que dijera cómo se había hecho de aquel dinero. Tampoco importó nada la noticia de que un traficante en drogas había sido asesinado, al parecer porque no entregó a sus jefes el dinero obtenido por la venta de un cargamento grande. El hombre común y corriente fue sentenciado a 15 años de cárcel. Jamás había oído la palabra “predestinación”. Pero aun sin conocerla supo que aquel día no iba a ser su día. Lo supo desde que al salir de su casa pisó excremento de perro…
FIN