E
l abogado defensor de la exuberante pelirroja se dirigió a los miembros del jurado, varones todos ellos: “¿Y van ustedes a condenar a esta hermosa e inocente joven que ya en libertad está dispuesta a facilitar una llave de su departamento a aquel de ustedes que se la solicite?”.
Alfa. Beta. Gama. Delta. Llegué a rozar las bellezas de la lengua de Grecia, siquiera fuese apenas con las yemas de los dedos, primero en el didáctico libro de etimologías griegas de don Agustín Mateos, en la preparatoria, y luego en la clase de griego que enseñaba con amenidad y sapiencia don Demetrio Frangos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Me seducían la belleza de los caracteres helénicos y el sonido de sus nombres; hallaba en ellos una hoja de aquella rama dorada que Frazier describió. Ahora me desazona y entristece que una de las letras con más sonoro nombre de ese magnífico alfabeto, la ómicron, sirva para designar a una nueva variante del virus que ya tuvo por nombre el de otra letra griega, la delta.
Todo indica que estamos condenados a seguir bajo la amenaza de ese invisible enemigo que nos tiene sometidos a temor constante, cuando no sentenciados a prisión domiciliaria, hospital o luto. Estamos hartos ya, se ve a las claras, de las limitaciones que a nuestra vida impone el letal bicho, y poco a poco vamos haciéndolo a un lado y abandonando las precauciones que al principio nos impusieron el susto y el temor. Y sin embargo el peligro no ha desaparecido; está en torno nuestro, y en cualquier momento puede hacernos sus víctimas, o apoderarse de uno de nuestros seres queridos.
Ante esa situación de riesgo la prudencia debe privar sobre la impaciencia. Entiendo que la vida nos pide el encuentro con el prójimo, la salida para buscar el pan, el gozo de la vacación y de la fiesta, el encuentro y abrazo con aquellos a quienes amamos y que nos dan su amor. No bajemos la guardia; sin embargo. Así como nos llegó el virus inicial nos seguirán llegando sus sucesivas mutaciones. Los científicos buscan ya el escudo contra ese atacante que ahora se muestra tan feroz. Quizá no falte mucho tiempo para que una simple pastilla nos alivie el mal, así como ahora sucede con enfermedades que antes eran mortales de necesidad. Pero mientras ese bien llega sigamos cuidándonos. No nos descuidemos. ¡Qué pena! En la noche de bodas el novio no funcionó. El caso es más frecuente de lo que se cree, aunque sobre él no lleva estadística el Inegi.
La ansiedad de la ocasión suele ser causa de esa disfunción que desaparece luego. Ahora bien: ¿por qué el novio que digo no pudo hacer honor a la noche nupcial? En su caso no obró el nerviosismo. Lo que sucedió es que la novia, de nombre Picia, era muy fea. Esa circunstancia inhibió los rijos de Bragueto, que así se llamaba el desposado. ¿Por qué, entonces, se casó con ella? Por su dinero. Picia era inmensamente rica: tenía jet privado, yate, casa en Saltillo. En los siguientes días Bragueto recurrió a diversos medios para ver de superar su abatimiento: comió mariscos a paletadas; vio películas de Linda Lovelace, Sylvia Kristel, Marilyn Chambers y Tinto Brass; consumió fármacos potenciadores del deseo sexual -sildenafilo, taladafilo, vardenafilo-, pero nada de eso dio resultado. Por fin una noche -y aquí termina el ya largo relato- en el lecho conyugal le pidió, desesperado, a la frustrada Picia, que se hallaba en actitud de espera, despojada de toda vestimenta, recargada en la cabecera de la cama y con los brazos cruzados: “¡Por favor, mujer, dime cuánto dinero tienes, a ver si así se me levanta el ánimo!”. FIN.