in

De política y cosas peores

Superiberia

D

on Feblicio, maduro caballero, se había olvidado ya de cumplir sus deberes maritales. Su esposa, que conservaba aún ciertos arrestos, lo llevó a la consulta de un doctor. Le informó el facultativo: “Voy a revisarle al señor el pulso”. Pidió la señora: “Mejor revísele el impulso”. 

Pepito y Juanilito charlaban en una banca del parque. Frente a ellos pasó una chica de agraciado rostro y atractivas curvas. Le comentó Pepito a su amigo: “¿Sabes qué? Estoy empezando a sospechar que en la vida hay mejores cosas que el fútbol, el pádel y los juegos electrónicos”. 

Alguien le dijo a Babalucas: “Fulano es dipsómano”. “¿Cómo puede serlo? -objetó el badulaque-. Ni siquiera terminó la secundaria”. En otra ocasión el capitán le ordenó al soldado Babalucas: “Ice la bandera”. Respondió el tontiloco: “Le quedó a toda madre, mi capi”. 

Los economistas son, en lo general, personas de muy buen sentido. Evoco a mi paisano saltillense Horacio Flores de la Peña, quien fue secretario del Patrimonio Nacional en tiempos de Luis Echeverría. Una noche -pasaban ya las 11- sonó el teléfono en su casa. Quien llamaba era el Presidente. “Me sorprende, señor secretario -empezó Echeverría a reprender a don Horacio-, ver que no está usted en su despacho”. “Mire, licenciado -replicó él-. Yo llego todos los días a mi oficina a las 8 de la mañana. Trabajo sin interrupción hasta las 3 de la tarde, y dedico media hora a comer algo. Luego sigo trabajando. A eso de las 8 de la noche, señor Presidente, empiezo a hacer puras pendejadas. Entonces, por el bien de la República, mejor me vengo a mi casa”. 

Buen sentido, como dije. La Economía es ardua ciencia. De ella saben algo solamente los economistas y las amas de casa de tiempo completo, las pocas que aún quedan. Las vagas nociones que tengo de esa disciplina las adquirí -no se vayan ustedes a reír- en el viejo texto de Charles Gide, sabio señor que en su libro aventuró la profecía de que un reciente invento llamado el aeroplano habría de servir algún día para el transporte masivo de mercancías y personas. 

En las páginas de Monsieur Gide aprendí la ley de Gresham, según la cual la moneda mala desplaza siempre a la buena. Supongamos que en un País circulan monedas de oro y plata, y de pronto el Gobierno pone en curso billetes. De inmediato desaparecerán las monedas. La gente las atesorará por su valor intrínseco, y usará en cambio la moneda “mala”, la de papel. 

Séame permitido emitir un poco de filosofía barata y enunciar esta hipótesis: la ley de Gresham es aplicable también a lo humano. Pongamos por caso que Alejandro Díaz de León va a salir del Banco de México, y que para sustituirlo iba a entrar -iba- Arturo Herrera, ambos expertos financieros. En su lugar López Obrador designó como próxima gobernadora de la importante institución a Victoria Rodríguez Ceja, quien no sólo no tiene la experiencia necesaria para el desempeño del cargo, sino que tampoco reúne los requisitos de ley para ocuparlo. Una condición indispensable cumple sobradamente: la del 10 por ciento de eficiencia y 90 por ciento de obediencia. Lo dicho: la ley de Gresham.  

La vecina de doña Gorgolota le dijo: “Supe que tu marido está en el hospital”. “Sí -confirmó ella-. Fue a causa de sus rodillas”. Preguntó la vecina: “¿Qué le sucedió en las rodillas?”. Con fiero acento replicó doña Gorgolota: “Entré en su oficina sin avisar, y en ellas tenía a su secretaria”. 

Se llama don Adipio Paquidemo. Es gordo hasta la obesidad -anda por los 130 kilos- y sin embargo come como pelón de hospicio, según vieja expresión, o sea de todo y vorazmente. Sus amigos le tienen un apodo: “El dólar”. El peso le importa madre. FIN. 

CANAL OFICIAL

Protegen casas contra el frío

Aplican hoy segunda dosis