E
n el lecho conyugal don Languidio leía el periódico. Le comentó a su esposa: “Aquí dice que últimamente todo ha subido”. “No todo” -acotó secamente la señora… No conocí personalmente a Jean Bodin. Murió en 1596. Tampoco me habría gustado conocerlo. Quizá sería excesivo tildarlo de cabrón, pero no faltaré a la verdad ni a la buena educación si digo que era un sofista, alguien que presentaba la mentira con apariencia de verdad. La gran disputa del siglo dieciséis en materia de política se dio entre dos conceptos: el derecho natural y la soberanía del monarca. Los derechos naturales son aquellos que la persona humana tiene por el solo hecho de serlo. Ninguna autoridad se los concede; no derivan de ninguna ley. Provienen de la naturaleza. Todos deben reconocer esos derechos, y acatarlos. Por su parte, la soberanía del rey es absoluta. Eso de “soberanía” tiene que ver con la expresión latina super omnia, sobre todas las cosas. El monarca es absoluto, esto es decir absuelto de cumplir las leyes que a sus súbditos obligan. Ahí surge el conflicto: si el soberano debe respetar los derechos naturales, si éstos lo limitan, entonces ya no es soberano. El derecho natural estaría por encima de él. Bodin -Bodino, para los iusnaturalistas españoles- resolvió el problema con un hábil sofisma: el rey debe respetar los derechos naturales, pero él dice cuáles son derechos naturales y cuáles no lo son. Eso es como afirmar: “Amo a mi prójimo, pero me reservo el derecho de decir quién es mi prójimo y quién no”. En igual o semejante sofisma incurre López Obrador. Predica una y otra vez: “Nada al margen de la ley; nadie por encima de la ley”, pero él hace las leyes a su antojo, por decreto -decretazo-, humillando y ofendiendo al Poder Legislativo y desafiando abiertamente al Judicial. Anula de un plumazo el recurso de amparo, una de las más nobles creaciones del sistema jurídico mexicano, y echa por tierra las conquistas, tan fatigosamente conseguidas, en materia de transparencia y derecho a la información. Otra vez su ilegal comportamiento pone en vilo a la Nación; de nuevo su caprichosa prepotencia pone en jaque a la Suprema Corte, defensora de la Constitución, tan agredida y desdeñada por quien juró cumplirla y hacerla cumplir. No es que vayamos hacia una dictadura: es que ya estamos en ella. Los actos del Presidente son francamente dictatoriales, y ni siquiera se preocupa ahora por disfrazar sus ilegalidades. La ley le estorba, lo mismo que las instituciones, y las hace a un lado con la misma insolencia de los monarcas absolutos del tiempo de Bodin. ¿Cuarta transformación? Quizá se llama así porque sigue a las tiranías que hundieron a Cuba, a Venezuela y a Nicaragua. Y ya no digo más porque estoy muy encaboronado. Mejor cambio de tema… El señor Shapiro estaba en el lecho de su última agonía. Eran las 3 de la mañana; nevaba copiosamente, soplaba con violencia la cellisca y hacía un frio de 15 grados Celsius bajo cero. Con voz apenas audible el moribundo le pidió a su esposa: “Llama al párroco de San Patricio, que venga a darme consuelo espiritual en mis momentos finales”. “¿Al párroco de San Patricio? -clamó la señora-. ¿Te has vuelto loco? ¡Ése es un cura católico! ¡Nosotros pertenecemos a la comunidad judía!”. “Precisamente -replicó el señor Shapiro-. ¿Tú crees que a esta hora y con este clima voy a sacar de la cama a nuestro amado rabino?”… El papá y la mamá de Pepito le explicaron desde sus primeros años cómo nacen los bebés. Un día el pequeño les reclamó: “Por culpa de las mentiras que me han contado soy el único del barrio que no sabía que a los niños los trae la cigüeña”. FIN.